En esta ocasión estaba tan cerca que el sonido del timbre me sobresaltó. Sonaba detrás de mí y a la derecha. Me di la vuelta enseguida y el haz de luz aterrizó en el punto exacto de donde procedía el sonido.
El teléfono debía de estar en alguno de los bolsillos delanteros de Theo. El volumen de llamada debía de estar bastante alto, lo cual tenía sentido, teniendo en cuenta que Theo trabajaba en obras donde solía haber mucho ruido. De no haber sido por ello, jamás lo habríamos oído, porque Theo estaba tirado boca abajo.
Tenía los brazos extendidos más allá de la cabeza, y las piernas separadas en una posición extra?a. A la luz de la linterna, las manchas de sangre que tenía en la espalda de la camiseta relucían como aceite.
Capítulo 43
No me había dado cuenta de que Sally se había acercado y estaba junto a mí, así que, cuando se puso a gritar, me dio un susto de muerte. La rodeé con mis brazos y la volví de espaldas al cadáver de Theo para que no lo viera. Aunque, con la linterna apuntando hacia los árboles, por mucho que intentara darse la vuelta y mirar, tampoco vería demasiado.
—Ay, Dios mío —gimió—. ?Es él?
—Me parece que sí. No me he acercado mucho, pero sí que parece él.
Se aferraba a mí, temblando.
—Ay, Dios mío, ay, Dios mío, Glen. Dios mío.
—Sí, lo sé. Tenemos que volver a la caravana.
De repente se me ocurrió que quien le hubiera hecho eso a Theo podría seguir todavía por allí cerca. Quizá estábamos en peligro; aquel era un lugar muy apartado. Teníamos que alejarnos de allí y llamar a la policía. No estaba muy convencido de que volver a la caravana para llamar desde allí fuese lo más acertado.
—Vamos —dije.
—?Adónde?
—A mi furgoneta. Vamos, deprisa.
Tiré de ella para llevármela enseguida de allí, la saqué del bosque, cruzamos la explanada y recorrimos el camino de roderas hasta la furgoneta. La ayudé a subir al asiento del acompa?ante dándole un impulso y luego corrí hasta la puerta del conductor. No dejé de vigilar los alrededores ni un segundo, a pesar de lo inútil que resultaba hacer eso cuando aún faltaban dos horas para que saliera el sol; me preguntaba si el asesino de Theo nos tendría también a nosotros en el punto de mira.
No podía estar seguro de que a Theo le hubieran disparado, pero eso fue lo que supuse. Allí fuera, en mitad del campo, podían dispararse unos tiros tranquilamente, porque no era muy probable que alguien los oyera. Y aunque así hubiera sido, seguramente no habrían hecho nada al respecto.
En ese momento éramos un blanco fácil, incluso en la furgoneta. Sally seguía murmurando ?Dios mío? una y otra vez mientras yo ponía el motor en marcha y arrancaba.
—?Por qué nos vamos? —preguntó—. ?Por qué estamos huyendo? No podemos dejarlo ahí tirado… —Se echó a llorar otra vez.
—Volveremos —dije—. Después de avisar a la policía.
Pisé el acelerador con tantas ganas que levanté gravilla al salir del arcén. Los neumáticos traseros chirriaron al entrar en contacto con el asfalto.
No habíamos recorrido ni medio kilómetro a toda pastilla cuando algo en el espejo retrovisor me llamó la atención.
Unos faros.
—Vaya —dije.
—?Qué? —preguntó Sally.
—Tenemos a alguien acercándose por detrás.
—?Qué quieres decir? ??Nos están siguiendo?!
No lograba distinguir si era un coche o una ranchera, pero una cosa sí estaba clara: los faros se veían cada vez más grandes en el retrovisor.
Puse la furgoneta a ciento diez. Luego a ciento veinte.
Sally se retorcía en su asiento.
—?Lo estamos dejando atrás?
—Creo que no. —No hacía más que mirar por el espejo cada pocos segundos. Sentía el corazón latiendo con fuerza en mi pecho—. Vale, veamos qué hace si reduzco.
Levanté el pie del acelerador y dejé que la furgoneta aminorase hasta una velocidad que quedaba más o menos dentro del límite. Los faros, grandes y brillantes, empezaron a ocupar casi todo mi espejo. Ahora ya podía ver que estaban altos, así que se trataba de una camioneta o algún tipo de monovolumen.
Y el muy cabrón iba con las largas puestas. Levanté un brazo y le di al retrovisor con el pu?o para que las luces no me deslumbraran.
Ya tenía el vehículo casi pegado a mi parachoques.
—Sujétate —le dije a Sally.
Pisé el freno, no tanto como para que el conductor de detrás me diera un golpe, pero sí para reducir la marcha de la furgoneta lo bastante para que, al entrar en la gasolinera, no acabáramos arrollando los surtidores.
Una bocina empezó a sonar en cuanto se encendieron mis luces de freno y siguió chillando mientras yo viraba bruscamente para entrar en la gasolinera. El otro vehículo ocupó por un momento el carril contrario, pero, en lugar de reducir la marcha, aceleró aún más. Mientras yo pisaba los frenos con todas mis fuerzas, miré a mi izquierda.
Era un Hummer negro, y la bocina siguió resonando hasta que se perdió en la noche.
Sally y yo nos quedamos allí sentados en penumbra, junto a los surtidores, intentando recobrar el aliento.
—Falsa alarma —dije.