—Como te he dicho, tendrás que preguntárselo a Belinda.
Si la muerte de Ann no se estuviera investigando como un accidente, puede que no me hubiera atrevido a proponerle ese trato. Porque si Ann había muerto asesinada, George sería el primer sospechoso.
Tanto como Darren y Belinda, para el caso. Si es que estaban al corriente de todo.
Mi agotamiento era tan absoluto que ni siquiera me quedaban energías para meditar sobre esas nuevas revelaciones. Me fui a casa y me acosté.
Esta vez cogí el sue?o enseguida. Lo cual podría haber sido una bendición, de no ser por la pesadilla.
Sheila estaba en una silla, como en un sillón de dentista con brillantes acabados en cromo, tapizado rojo y unas correas y unos cinturones que la mantenían bien atada. Le habían metido un embudo en la boca a la fuerza, se lo habían introducido tanto que debía de presionarle contra el fondo de la garganta. Sostenida por unos soportes que colgaban del techo, una botella del tama?o de una nevera iba vertiendo su contenido en el embudo. Una botella de vodka. El vodka se derramaba, desbordaba el embudo, caía al suelo. Era como una versión alcohólica de la tortura del submarino. Sheila forcejaba, intentaba volver la cabeza y, no sé cómo, yo estaba en la habitación con ella, gritando, diciéndoles a quienes fuera que estaban haciéndole aquello que pararan. Gritaba a más no poder.
Me desperté enredado en las sábanas, empapado de sudor.
Estaba bastante seguro de qué había provocado la pesadilla. Habían sido aquellos chavales de la otra mesa. Los que tragaban cerveza. Mi mente no hacía más que volver al momento en que tres de ellos habían cogido de los brazos a su amigo y habían empezado a obligarlo a beber cada vez más alcohol.
Le habían vertido la cerveza garganta abajo.
De todas formas, el chico habría acabado borracho él solo, eso estaba bastante claro, pero ?y si no hubiera sido esa su intención? ?Y si no hubiera querido emborracharse? No habría podido evitarlo, por mucho que lo hubiese intentado.
Podía obligarse a alguien a beber demasiado. Se podía forzar a alguien a emborracharse. No era tan complicado.
Y entonces pensé: ?y si hubieran metido a ese chaval en un coche? ?Y si lo hubieran puesto al volante?
Joder.
Me senté en la cama.
?Era posible? ?Podía haber sucedido así?
?Y si habían obligado a Sheila a beber demasiado? ?Tanto, que había perdido el sentido y se había subido al coche? ?O alguien la había metido en el coche después de obligarla a consumir una gran cantidad de alcohol?
?Acaso era tan descabellado? En pocas palabras, seguramente sí.
Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que al menos era posible. Pensé, una vez más, en esa frase de Sherlock Holmes que me había citado Edwin. Por muy improbable que fuera aquella opción, a mí me cuadraba más que la que me habían hecho creer: que Sheila se había emborrachado voluntariamente y luego había cogido el coche.
El problema era que, si daba por cierta una teoría tan irracional como aquella, se me planteaban un par de interrogantes enormes.
?Quién podría haberla obligado a beber tanto?
Y ?por qué?
Di un salto al oír el teléfono. El reloj digital decía que eran las 2.30 de la madrugada, por el amor de Dios. Se me pasó por la cabeza que podía ser Joan. No estaba de humor para aguantarla más.
—?Diga?
—Glen, soy Sally. —Sonaba histérica—. Siento llamarte tan tarde, pero no sé qué hacer, no sabía a quién llamar…
—Sally, Sally, espera un momento —dije. Me toqué la parte de delante de la camiseta y noté lo empapada que estaba—. Frena un poco y dime qué ha ocurrido. ?Estás bien? ?Qué pasa?
—Es Theo. —Estaba llorando—. Estoy en su casa pero él no está. Creo que le ha pasado algo.
Capítulo 42
Sally me dio la dirección. La mano me temblaba mientras tomaba nota.
Theo vivía en una caravana, en una parcela vacía que quedaba en mitad del campo, al oeste de Trumbull. Cogí Milford Parkway hasta llegar a Merritt Parkway, donde seguí hacia el oeste. En cuanto hube dejado Trumbull atrás, salí de la autopista y enfilé en dirección norte por Sport Hill Road, después doblé a la izquierda por Delaware. En ese momento llamé a Sally al móvil. Ella me había advertido que era difícil encontrar el camino de entrada a la propiedad, sobre todo de noche, y que, si la llamaba, bajaría hasta la carretera para que pudiera verla.
Tardé casi una hora entera en llegar. Cuando paré en el arcén, eran ya cerca de las tres y media. Sally estaba apoyada contra la parte trasera de su Chevrolet Tahoe y, cuando vio los faros moviéndose por la carretera, dio unos cuantos pasos como para asegurarse de que era yo. Encendí un momento la luz interior y la saludé para que no tuviera miedo de que fuera un extra?o.
Aquello quedaba en mitad de ninguna parte, la verdad. No había visto ninguna otra casa en todo aquel tramo de carretera.