—Joan —dije yo.
Se detuvo, y en sus ojos apareció un atisbo de esperanza, la esperanza de creer que quizá lo había pensado mejor y sí quería enfrentarme a mi soledad, mi pérdida y mi pena de la misma forma que ella, y que la estrecharía entre mis brazos, la subiría al piso de arriba y, por la ma?ana, ella me prepararía el desayuno igual que se lo preparaba a Ely.
—La llave —pedí.
Parpadeó.
—Ah, sí. Está bien. —Se la sacó del bolsillo, la dejó en la mesa de la cocina y se marchó.
?Cuántas veces más, me pregunté, habría entrado Joan en la casa cuando yo no estaba allí, y qué habría estado haciendo?
Por un momento también me pregunté si no le interesaría un profesor de contabilidad al que conocía.
Capítulo 41
Mientras me comía las galletitas saladas y me bebía la cerveza, intenté ordenar todos los acontecimientos del día.
La visita de Sommer. Los sesenta y dos mil dólares que Belinda había querido que Sheila entregara por ella. Los componentes eléctricos de imitación que habían provocado el incendio en la casa que estaba construyendo. El enfrentamiento con Theo Stamos. El descubrimiento del material eléctrico en la ranchera de Doug Pinder.
La cabeza me daba vueltas. Tenía tanta información (y, al mismo tiempo, tan poca), que no sabía cómo procesarla. Mi grado de agotamiento tampoco ayudaba mucho. Llevaba demasiadas noches sin dormir.
Me terminé la cerveza y cogí el teléfono. Antes de desplomarme, necesitaba asegurarme de que Kelly estaba bien.
La llamé al móvil, cuyo número tenía almacenado en marcación rápida. Sonó dos veces antes de que contestara:
—Hola, papá. Estaba a punto de acostarme y esperaba que fueras tú.
—?Qué tal te va, cielo?
—Bien. Esto es un poco aburrido. La abuela está pensando en llevarme a Boston, solo por hacer algo. Al principio quería ir, pero lo que quiero de verdad es volver a casa y ya está. Pensaba que a lo mejor si venía aquí no estaría tan triste, pero la abuela también está triste, o sea, que es difícil no estarlo. Aunque dice que allí hay un acuario enorme. Es como el Googleheim. Ya sabes, ese museo en el que empiezas por el piso de arriba y luego vas dando vueltas y vueltas hasta que llegas a la planta baja. Pues ese acuario es igual. Es un tanque enorme y empiezas a verlo desde arriba del todo y vas bajando hasta llegar al fondo.
—Parece muy divertido. ?Está por ahí? ?La abuela?
—Espera.
Ruidos de fondo.
—Hola, Glen.
—Hola. ?Va todo bien?
—Sí. ?Querías algo en especial?
—Solo asegurarme de que Kelly estuviera a gusto.
—Lo está. Supongo que te habrá dicho que hemos hablado de hacer una excursión.
—A Boston.
—Pero no sé si me convence demasiado.
—Tú dime algo cuando os hayáis decidido —repuse. Fiona le pasó otra vez el teléfono a Kelly para que pudiera darle las buenas noches.
Un segundo después sonó el teléfono. Lo cogí sin consultar el identificador de llamadas.
—?Diga?
—?Glen? —Un hombre.
—?Quién es?
—Glen, soy George Morton. Me preguntaba si te vendría bien ir a tomar algo conmigo.
Me estaba esperando en un reservado de un bar de Devon. El sitio era un poco cutre para George, pero a lo mejor lo había escogido porque pensaba que a mí me iría bien.
Un par de mesas más allá había cuatro chicos. Si les habían pedido la documentación, debían de haber ense?ado carnets de amigos más mayores. Aunque aquel parecía uno de esos lugares en los que esa clase de cosas no importan demasiado.
George ni siquiera hizo ademán de ponerse en pie al verme llegar. Dejó que me deslizara en el banco de enfrente. Los tejanos se me engancharon en un par de manchas pegajosas mientras me acomodaba. Esta vez, George llevaba ropa informal, una camisa y una cazadora tejana. Tenía una botella de Heineken delante.
—Gracias por venir —dijo.
—De qué va todo esto.
—Prefería hablarlo contigo en persona, Glen. ?Puedo invitarte antes a una cerveza?
—Claro.
George consiguió que la camarera nos mirara y le pidió para mí una Sam Adams. Estaba sentado con las manos sobre la mesa, entrelazadas, los brazos formando una V defensiva alrededor de su cerveza.
—Bueno, pues ya estoy aquí, George —le recordé.
—Háblame de ese sobre lleno de billetes que has dejado hoy en mi casa.
—Si sabes de su existencia, pero no sabes para qué era, deduzco que Belinda no te ha explicado nada. Pero ?te ha dicho que se lo he dado yo?
—Vi cómo lo metías en el buzón —dijo.
Miré a la mesa de aquellos chavales. Estaban empezando a subir la voz. Tenían tres jarras de cerveza en la mesa y se habían llenado los vasos.