Sally corrió hasta la furgoneta y yo la abracé para tranquilizarla en cuanto cayó en mis brazos.
—No hay nadie dentro, pero la ranchera de Theo está aquí —dijo.
Theo la había dejado en mitad del camino de acceso, lo cual explicaba por qué Sally no había podido apartar su Tahoe de la carretera. Al pasar junto al vehículo, vi que Theo no había vuelto a colocar la decoración que yo había arrancado del parachoques.
Recorrimos las dos roderas que constituían el camino de entrada a la casa de Theo Stamos. Había unos treinta metros hasta la caravana, un hogar móvil de unos quince o veinte metros y cubierto de óxido, que seguramente había sido fabricada en los setenta. Estaba dispuesta en diagonal, con el lateral de las dos puertas (una en la parte delantera y otra en la trasera) mirando hacia el noroeste. Las luces de dentro estaban encendidas y daban luz suficiente para que pudiéramos ver dónde poníamos el pie.
—?Cuánto hace que vive aquí? —pregunté.
—Desde que lo conozco —dijo Sally—. De eso hace unos dos a?os. No entiendo dónde puede haberse metido. He hablado con él por teléfono hace dos horas.
—?A la una de la madrugada?
—Más o menos.
—?No es un poco tarde para conversaciones telefónicas?
—Bueno, en fin, es que nos habíamos peleado, más o menos, ?sabes? —Suspiró—. Por ti.
No dije nada.
—Quiero decir que Theo estaba bastante cabreado contigo y no hacía más que hablarme de ello, como si fuera culpa mía porque trabajo para ti.
—Lo siento, Sally —dije únicamente. Lo sentía de verdad.
—Y, además, me he enterado de otra cosa. De Doug. —Aun en la oscuridad, pude distinguir su mirada acusadora—. Algo que podría salvarle el cuello a Theo.
Yo no había llegado a contarle nada de las piezas eléctricas falsas que había encontrado en la ranchera de Doug.
—Quería contártelo —dije.
—?Que Doug tenía esas piezas de imitación? ?Cajas llenas?
—Eso es.
—Y ?no se te ha ocurrido pensar que entonces a lo mejor no fue culpa de Theo? No sé, pero, si Doug tenía esas piezas, ?no podía tenerlas ya cuando se quemó la casa de los Wilson?
—No lo sé —contesté—. Pero, sea como sea, Theo las instaló y tendría que haber sido capaz de ver la diferencia.
—Eres imposible.
—?Cómo te has enterado de lo de Doug? —pregunté.
—Me ha llamado. Estaba muy enfadado. Sobre todo porque sois amigos desde hace tanto, y porque te salvó la vida y demás.
Me estremecí mentalmente.
—Se lo he contado a Theo —siguió explicando Sally—, y él se ha puesto hecho una fiera, venga a llamarme para hablar de ello, la última vez a eso de la una, más o menos. Así que he pensado que lo mejor sería acercarme para intentar calmarlo.
—?Y no estaba en casa?
Habíamos llegado a los escalones de la puerta de la caravana.
—No —dijo Sally—. Pero, si no está aquí, ?qué hace ahí su ranchera?
—?Has entrado?
Asintió con la cabeza.
—?Tienes llave?
Asintió de nuevo.
—Pero estaba abierto cuando he llegado —dijo, y sacudió la cabeza—. Vamos a mirar igualmente.
Abrí del todo la puerta metálica y entré en la caravana. Para ser un remolque era bastante espaciosa. Entré en un salón de unos tres metros por tres y medio. Había un sofá y un par de sillones cómodos, una gran pantalla de televisión en lo alto de un equipo de estéreo, cajas de DVD y videojuegos por todas partes. Vi media docena de botellas de cerveza vacías repartidas por toda la habitación, pero el desorden tampoco llegaba a la categoría de habitación de estudiantes.
La cocina, a la izquierda del tabique según se entraba, era otra historia. El fregadero rebosaba de platos sucios. Había varios envases vacíos de comida tirados por toda la encimera, y un par de cajas de pizza, vacías también. Las llaves de la camioneta de Theo estaba encima de la mesa de la cocina, junto a un montón de albaranes y otros papeles relacionados con el trabajo. Aunque aquel sitio estaba hecho un desastre, no había nada que pareciera especialmente fuera de lugar. No es que hubiera sillas volcadas ni sangre en las paredes.
Cogí las llaves y las agité.
—Yo diría que no puede haberse ido muy lejos sin esto —comenté como si fuera una especie de pista.
Del fondo de la cocina arrancaba un estrecho pasillo que llevaba al extremo izquierdo de la caravana. Allí había cuatro puertas: dos habitaciones peque?as, un ba?o y un dormitorio más grande al fondo. Las habitaciones más peque?as se habían convertido en almacenes. Las dos estaban repletas de cajas de equipos de sonido vacías, ropa, herramientas, pilas de revistas Penthouse y Playboy y otras aún más subidas de tono.
A primera vista no vi ninguna caja con equipo eléctrico falso.