—Bueno, pues ya está. Si quieres saber algo más, pregúntaselo a Belinda.
—No está muy comunicativa. Lo único que dice es que el dinero es un pago a cuenta por una propiedad. ?Vas a comprar una propiedad, Glen? ?Vas a comprar una casa para demolerla y construir otra nueva en el solar? Lo digo porque tenía entendido que no ibas muy desahogado últimamente.
La camarera me trajo la cerveza y yo di un trago.
—Mira, George, no sé de dónde has sacado la idea de que te debo un favor o una explicación de nada. Al parecer fuiste tú el que convenció a Belinda para que hablara con los abogados de los Wilkinson, para que les dijera que Sheila bebía de vez en cuando y que una vez fumó maría con tu mujer…
—Si lees con atención la transcripción de su declaración, verás que dice que Sheila fumó marihuana en presencia de mi mujer, pero no dice nada acerca de que Belinda también la estuviera fumando.
—Ah, ya veo. Así que no te importa destrozar a mi mujer, pero al mismo tiempo tienes mucho cuidado de proteger a la tuya. ?Es que esa Wilkinson te ha prometido una parte del pastel si consigue quedarse con todo lo que tengo? ?Es eso como sucedió?
—He hecho lo que creo más correcto. —Separó las manos, estiró un brazo y dio unos teatrales golpecitos sobre la mesa con el dedo índice—. Estamos hablando de una mujer que ha perdido a su marido y a un hijo, y ?tú quieres que mi mujer mienta e impida que se haga justicia?
—Si mi mujer tuviera un historial como fumadora de hierba y antecedentes por conducir colocada por ahí, puede que tuvieras parte de razón, George. Pero no tenía antecedentes y no iba por ahí conduciendo colocada. Así que métete esa rectitud moral por el culo.
Parpadeó con furia.
—Creo en el buen proceder. La gente debe vivir asumiendo una actitud responsable. Y dejar sobres llenos de billetes en el buzón sin ninguna explicación no es forma de hacer negocios.
Tres de los chavales estaban entonando un ??Traga! ?Traga! ?Traga!? mientras el cuarto vaciaba un vaso de cerveza de barril en cuestión de segundos. Volvieron a llenárselo y empezaron a jalearlo otra vez.
Volví a mirar a George, a ese dedo suyo que seguía dando golpecitos, y de pronto dejé caer pesadamente una mano sobre su brazo extendido y lo inmovilicé sobre la mesa. Los ojos de George se abrieron como platos. Intentó liberar la mano, pero no lo logró.
—Hablemos de responsabilidad —le dije—. ?Qué clase de actitud responsable se supone que ejerce un hombre que deja que una mujer que no es la suya le ponga unas esposas?
Cuando George había extendido el brazo, yo había podido verle bien la mu?eca. La tenía roja y con unas rozaduras que le daban toda la vuelta. La piel ya estaba empezando a curarse en un par de puntos, como si la herida fuera reciente.
Sabía que estaba dando un palo de ciego, pero George Morton pertenecía al círculo de Ann Slocum. Y Ann, en ese fragmento de vídeo que había visto, no parecía estar hablando precisamente con un completo desconocido.
—?Calla! —susurró, todavía intentando zafarse—. No sé de qué me estás hablando.
—Dime cómo te hiciste esas marcas. Tienes dos segundos.
—Pues… me…
—Estás tardando mucho.
—Me has pillado desprevenido. Me lo hice… Me lo hice trabajando en el jardín.
—?En las dos mu?ecas, las mismas marcas? ?Qué clase de herida de jardinería es esa?
George tartamudeaba, ninguna de sus palabras tenía sentido.
Le solté la mano y con la mía envolví mi cerveza.
—Te lo hizo Ann Slocum, ?verdad?
—No sé de qué… No sé de qué me estás hablando —se defendió.
—Ya que te gusta tanto la sinceridad y la honestidad, ?por qué no le pido a Belinda que se una también a nosotros? Así te ahorrarás tener que contar esta historia dos veces. —Empecé a buscar mi móvil.
él alargó un brazo y me detuvo, con lo que pude ver las marcas aún mejor.
—Por favor.
Le aparté la mano, pero no saqué el teléfono.
—Cuéntamelo.
—Dios mío —se lamentó—. Dios mío.
Esperé.
—No puedo creer que Ann le contara esto a Sheila —gimió—. Y que Sheila te lo contara a ti. Porque así es como te has enterado, ?verdad?
Sonreí con complicidad. ?Por qué iba a decirle que me había enterado a través del teléfono móvil de mi hija, y de lo que la ni?a había cogido del bolso de Ann Slocum? Intenta explicarle eso, pensé. Y lo cierto es que, por lo que yo sabía, Ann sí que podía habérselo contado a Sheila, aunque lo dudaba bastante.
—O sea que lo sabes —dijo—. No puedo creer que Ann se lo contara. Que admitiera lo que estaba haciendo. Ay, Dios mío, si Ann se lo contó a Sheila, ella podría habérselo contado a…
Enterró la cara entre sus manos. Parecía que iba a sufrir un ataque de nervios de un momento a otro.
—No sabes cuánto tiempo hace que vivo con esto, preocupado porque alguien, cualquier persona, pudiera descubrir que…
—Cuéntamelo —repetí, ahí sentado, tan ufano como un maldito buda.