Slocum se sentó tras él volante, cerró la puerta y giró la llave en el contacto. Twain se quedó allí de pie, mirando cómo se alejaba.
La detective Rona Wedmore esperó hasta que se hizo de noche para regresar al puerto por tercera vez. La temperatura había bajado muy deprisa desde que se había puesto el sol. Supuso que debían de estar a unos diez grados. Tendría que haberse llevado la bufanda y los guantes. Bajó de su coche de la policía sin distintivos y se recolocó la chaqueta por la parte de delante para poder cerrarse la cremallera hasta arriba del todo; luego metió las manos en los bolsillos.
Ya no se quedaban tantos barcos amarrados como había habido hacía tan solo una semana. Muchos propietarios los habían sacado del agua para guardarlos en el almacén. En esa época del a?o, el puerto estaba más bien muerto. Con lo lleno de actividad que estaba aquel sitio en verano, daba pena ver los barcos tan abandonados.
El coche que había conducido Ann Slocum ya no estaba allí, por supuesto. Lo habían guardado en un garaje de la policía, por orden de Wedmore.
Las rayadas de la puerta del maletero la tenían bastante preocupada. Además, acababa de enterarse de otra cosa. Alguien había pinchado el neumático clavando una navaja por el lateral, justo en el borde de la llanta. Ann no había pinchado la rueda al pasar por encima de un clavo mientras conducía, y tampoco parecía que el neumático hubiese rodado estando pinchado ya. El aire se había ido escapando con el coche detenido.
Con cada nuevo descubrimiento, el supuesto accidente lo parecía cada vez menos.
Además, Wedmore había descubierto a Slocum mintiendo. Había negado saber que Ann había hablado por teléfono antes de recibir la llamada de Belinda Morton. Desde su charla con Glen Garber, la detective estaba convencida de que Slocum ocultaba algo.
Ese cuento suyo sobre que a su mujer le gustaba salir por las noches para despejarse la cabeza era pura invención. Wedmore quería saber por qué un agente de la policía, que debería ser lo bastante listo para detectar incongruencias en la escena de un crimen, estaba dispuesto a aceptar que su mujer hubiese muerto de un accidente cuando había tantas pistas que se?alaban circunstancias sospechosas.
Desde luego, la actitud de Darren Slocum tenía muchísimo sentido si había sido él quien la había matado.
Wedmore conocía los rumores que corrían por ahí sobre el agente Darren Slocum. Las acusaciones de que se había embolsado un dinero procedente de la droga. Historias de violencia desproporcionada durante las detenciones. Ese tipo era un bala perdida. Todo el mundo sabía que su mujer había montado un negocio ilegal y que él la ayudaba.
Podría haber sido él mismo. No tenía una coartada sólida. Podría haber salido discretamente de la casa mientras su hija dormía. Pero sospechar algo y demostrarlo eran dos cosas completamente diferentes. También estaban las pólizas de ese seguro de vida que habían firmado los dos. Eso le proporcionaba un motivo convincente, sobre todo si tenían problemas económicos, pero con eso no bastaba para crucificarlo.
En cuanto a la primera mujer de Slocum, Wedmore había confirmado que, efectivamente, había fallecido a causa de un cáncer. Rona se habría dado de golpes contra la pared; debería haber comprobado los hechos antes de mencionarle ese asunto. Aunque, de todas formas, aquello también olía mal.
Estuvo allí de pie, mirando al estrecho en el frío aire de la noche, como si las respuestas a sus preguntas pudieran llegar hasta ella como por arte de magia. Suspiró. Se disponía ya a regresar a su coche, pero entonces vio una luz.
Venía de un yate a motor amarrado. En el interior, tras las ventanas, vio sombras que iban y venían.
Wedmore se fue directa hacia el muelle; los tacones de sus botas resonaban en los tablones de madera. Cuando llegó junto al barco, oyó las conversaciones amortiguadas del interior. Se inclinó un poco por encima del agua, dio unos golpes en el casco y exclamó:
—?Hola? ?Hay alguien?
Las conversaciones cesaron y entonces se abrió la puerta de la cabina. Un hombre delgado, de sesenta o setenta a?os, con una barba gris muy bien recortada y gafas de leer, se asomó desde dentro.
—?Sí?
—?Hola! —exclamó Wedmore. Se identificó como detective del departamento de policía de Milford y pensó: ?qué era lo que se decía?—: ?Permiso para subir a bordo?
El hombre le indicó que adelante con un gesto y le tendió una mano para ayudarla, pero ella pudo sola. Luego la invitó a entrar en la cabina, donde había una mujer de pelo blanco sentada a una mesa, dando sorbos a una taza de chocolate caliente. El olor del cacao llenaba toda la estancia.
—Es una detective de la policía —explicó el hombre, y la mujer se alegró, como si aquello fuera lo más interesante que les había sucedido en bastante tiempo.
Se presentaron como Elliot y Gwyn Teale. Al jubilarse, habían vendido su casa de Stratford y habían decidido vivir todo el a?o en su barco.
—?Incluso en invierno? —preguntó Wedmore.