Entrelazados

—Sabremos la verdad sobre ti, ya lo verás —le dijo Mary Ann, que seguramente había supuesto lo que él estaba pensando.

Cuando llegaron a casa de Mary Ann, se llevaron una decepción. No había ninguna carta en el buzón. Riley y Victoria tampoco estaban allí. ?Dónde estaban?

—Tu padre todavía está trabajando, ?verdad? —le preguntó Aden antes de entrar en casa.

—Sí. No volverá hasta dentro de varias horas.

—Entonces, me quedaré. Al menos durante un rato.

—Pero… prométeme que no vas a hablar de lo que está pasando, ni del pasado, ni del futuro. En este momento no puedo soportarlo.

Mary Ann estaba muy pálida.

—Te lo prometo —dijo él.

Subieron las escaleras y pusieron la televisión, como si aquél fuera un día normal, y ellos fueran personas normales. Por primera vez en su vida, Aden pudo ver un programa sin distracciones.

El paquete de los certificados de nacimiento no llegó. Tampoco Riley ni Victoria. Aden no podía esperarlos más. Si no volvía al instituto y regresaba al rancho con Shannon, como si hubiera estado allí todo el día, echaría por tierra todo el trabajo de Victoria.

Miró por la ventana de la habitación de Mary Ann. El coche de Victoria seguía aparcado allí. Aden decidió que lo utilizaría una vez más, pero que no lo dejaría junto al instituto, sino escondido en el bosque, hasta que la vampira pudiera ir a recogerlo.

—Cierra la puerta con llave cuando me marche —dijo—. Si tienes noticias de Riley o de Victoria, llama al rancho. No me importa que me cause problemas. Prefiero tener un castigo que estar preocupado.

Ella asintió y lo abrazó.

—Ten cuidado.

—Tú también.





Por supuesto, los certificados de nacimiento llegaron a casa de Mary Ann aquella misma tarde, a las siete, con el último reparto del día. Su padre estaba en casa, en su despacho, seguramente leyendo sus anotaciones sobre Aden e intentando dar con una razón lógica para que el chico hubiera podido decir que era amigo de Mary Ann a?os antes de haberla conocido.

Mary Ann estaba a punto de abrir el paquete de los certificados cuando se dio cuenta de que Penny estaba subiendo, tímidamente, los escalones.

—Hola —le dijo su amiga.

Mary Ann se quedó helada.

Se miraron durante una eternidad, en silencio. Mary Ann la había estado evitando con tanta firmeza, que su amiga había dejado de llamar, había dejado de intentar hablar con ella en el instituto. O tal vez no había ido a clase. Por desgracia, Mary Ann no lo sabía. Había estado demasiado preocupada con otras cosas.

—Hola —dijo Penny de nuevo.

—Hola.

Penny se miró las manos. Tenía los dedos entrelazados. Su aspecto era malo. De derrota. Hacía mucho tiempo que Mary Ann no veía la chispa habitual de su amiga.

—?Cómo estás? —le preguntó Mary Ann.

—Podría estar mejor. Tengo muchas náuseas por las ma?anas —dijo Penny con la voz apagada—. Mis padres quieren que me deshaga del bebé.

—?Y tú?

—Sí. No. Tal vez —dijo, y suspiró—. Creo que no. Odio a Tucker, pero el bebé también es parte de mí. Creo que lo quiero.

Tucker era un demonio. ?Significaba eso que el bebé de Penny también iba a llevar esa marca? Mary Ann se lo había preguntado más veces a sí misma, pero en aquel momento, delante de Penny, parecía que no tenía importancia.

—Me alegro.

Sí o no, un bebé era un bebé. Inocente y precioso.

Hubo un silencio opresivo, pesado.

—Te echo de menos —dijo Penny de repente—. Quiero que volvamos a estar como antes. Siento mucho lo que te hice. Estaba bebiendo, pero eso no es excusa. Sabía que no debía hacerlo. Oh, Dios, Mary Ann, lo siento muchísimo —dijo, con las mejillas llenas de lágrimas—. Tienes que creerme.

Mary Ann esperó a que apareciera la sensación de haber sido traicionada, pero no ocurrió. Que ella supiera, tal vez Tucker le hubiera creado alguna ilusión a su amiga para hacerla más vulnerable a él. Además, ella odiaba ver así a Penny, tan herida, tan hundida.

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