—Pues lo evidente. Siempre me ha gustado esa palabra: ?asíntota?. Algo que se desea y a lo que te acercas de manera constante, pero que nunca llega a cumplirse.
Will asiente, su mano roza la mía y vuelve a cerrar los ojos. Lo estudio en silencio e imagino que es una antigua escultura griega, ahí tumbado bajo el sol, con las líneas perfectas de su cuerpo talladas en piedra. Si tuviese que dibujarlo, sé que empezaría por la mandíbula, porque todo él parece partir de ese hueso que le da un distinguido aire masculino y luego subiría por sus mejillas, con la piel marcada en algunas zonas por los rastros de acné juvenil, y el trazo de la nariz sería limpio y preciso antes de detenerme en el entrecejo, justo donde se concentran todas las preocupaciones de Will.
Sé que siguen ahí. Lo sé. No puedo verlas, pero lo percibo. Los problemas de Will no van a solucionarse tan solo porque decidiese contármelos. No estoy segura de qué percepción tiene de sí mismo después de cambiar de ciudad, de amores, de amistades, de familia, de trabajo, de sue?os y, lo más importante, de corazón. A veces me gustaría profundizar más en ello y en otras ocasiones prefiero no tocar nada, caminar de puntillas y aferrarnos a esto que tenemos como si el amor fuese la cura para todo, unos mililitros al día cada ocho horas. Es, probablemente, lo que hemos hecho durante las últimas semanas: dejarnos llevar. Pasar días perfectos como este o como la noche que celebramos su cumplea?os viendo las Perseidas y comiendo espaguetis con mucho queso. Disfrutar solo del presente después de enterrar el pasado y de evitar pensar demasiado en el futuro.
—La felicidad es viajar sin equipaje —susurro.
—Sí. —Abre los ojos—. Y sentirse libre.
—Y un helado de chocolate enorme.
Will bosteza relajado y estira los brazos.
—La felicidad es mandar a la mierda la felicidad.
—Sin duda. Estoy completamente de acuerdo.
Y pasan unos segundos hasta que digo:
—Pero quiero ser feliz.
—Yo también.
Comemos lo que hemos comprado de camino en la gasolinera. Unos paquetes de patatas fritas, sándwiches y dos latas de cola. Luego, damos un paseo por los alrededores. Lo hacemos cogidos de la mano y es perfecto, como todas las cosas sencillas del mundo, los botones de flores que nos rodean, amarillos y blancos, o la ausencia de nubes. No hablamos. Y no hace falta. No, no quiero hablar, no quiero romper este precioso silencio que nos abraza. No sé qué será de nosotros, de Will y de mí, pero sí sé que, cuando piense en un día de verano dentro de muchos a?os, recordaré este instante.
Ya ha empezado a anochecer cuando reconozco el camino porque falta poco para llegar a casa. Me he pasado la mitad del trayecto dormitando y siendo la peor compa?era de viaje que alguien podría desear.
—Roncas —dice Will.
—Eres un mentiroso.
—Te grabaré la próxima vez.
Suena la melodía aguda de su teléfono móvil, es una cancioncilla anodina e imagino que la usa por defecto. Will aparta la vista de la carretera un segundo para ver quién es y lo ignora como si no lo oyese. Distingo el nombre en la pantalla: Lena.
—?No piensas cogerlo?
—No.
—Voy a repetir la pregunta: ?te llama la mujer con la que ibas a casarte y no piensas cogerlo? —Trago saliva. Me inquieta que no descuelgue el teléfono.
—No.
—?Puedes ser menos conciso? Me recuerdas al Will que conocí hace meses, ese que se comunicaba con monosílabos. —Y odio hablar así de él, separando sus versiones como si lo estuviese desmembrando. Sé que es probable que sea algo que le hace da?o, pero no puedo evitarlo porque es el primero que no se acepta en su conjunto y marca líneas divisorias que no deberían existir.
—Ya sé lo que tiene que decirme. —Continúa mirando al frente con las manos aferrando el volante—. Se va a mudar con su novio porque está embarazada y el apartamento del Upper East Side solo tiene una habitación y se le queda peque?o.
—?Y eso en qué te incumbe?
—Nunca regresé. Mis cosas siguen allí.
—?Lo dices en serio?
—Sí. ?Por qué te sorprende tanto?
—Porque es necesario cerrar etapas para empezar otras.
Will niega con la cabeza.
—Esa etapa de mi vida está bien cerrada, créeme.
—?Tanto te costaría ir a Nueva York para recoger tus cosas? Podría ser… Podría ser hasta algo bonito, ?sabes? Como despedirte de la ciudad.
Will me dirige una mirada llena de consternación.
—?Hablas en serio? —pregunta, y alzo las cejas—. Oh, mierda, sí que hablas en serio. Mira, está bien, si te quedas más tranquila, le contestaré al correo que me envió la semana pasada, le daré la enhorabuena y le diré que puede tirar todas mis cosas.
Durante un largo minuto, los dos nos quedamos callados.
—Will, lo que creo es que tienes miedo. No sé si de enfrentarte a lo que fuiste o de mostrarte tal como eres ahora. Pero me da la impresión de que te estás escondiendo.
él pone los ojos en blanco y suspira, pero eso no me hace cambiar de idea, no. Y tampoco que, justo cuando cruzamos la entrada de Ink Lake, me diga algo que me haga olvidarme del tema anterior y darlo por zanjado, porque sabe que no podré resistirme.
—?Quieres abrir la penúltima casilla?
Siento un peque?o tironcito en la tripa por culpa de los nervios. ?Cómo será la vida cuando el juego haya llegado a su fin, cuando ya no quede nada ?vivo? de Lucy en el mundo, nada por descubrir? Recuerdo la persona que era cuando esto empezó, tan estancada en la monotonía, tan aburrida de mi propia existencia; y me sorprende ver que, aunque nada ha cambiado, todo lo ha hecho. Sí, sigo sin trabajo estable, sin expectativas claras de futuro y sin independizarme, pero me noto distinta al mirarme al espejo y vislumbro algunas posibilidades a lo lejos. Todavía me siento llena de grietas, pero en lugar de verlas como vacíos insondables, empiezo a pensar que quizá ahí dentro pueda crecer algo en un futuro no muy lejano.