—?Y sigues pensándolo?
Mueve las caderas y siento su excitación contra mi trasero. El calor irrumpe con fuerza porque hay algo en él, en su manera de moverse, en su voz profunda, en su forma de tocarme, que consigue derretirme. La visión de la mantequilla fundiéndose en una sartén viene a mi mente y recuerdo cuando le dije que me gustaba aquello la noche que nos quedamos juntos a cerrar el local. Me siento exactamente así. él es la sartén, esa que siempre he sabido que quemaba. Y yo soy la inconsciente mantequilla.
—Solo un poco —digo para molestarlo.
—?En serio? —Su mano se cuela bajo la braguita del biquini y alcanza con facilidad el lugar exacto, exactísimo, que provoca que las piernas me tiemblen—. ?Y ahora? —Continúa mientras se aprieta más contra mi espalda.
—Mmm, bueno…
Para de golpe. Sus dedos permanecen dentro del biquini, pero no los mueve. Me roza el lóbulo de la oreja con los dientes. Quiero matarlo lentamente.
—Medítalo, Grace —murmura.
—Eres idiota. —Tengo un nudo en el estómago de anticipación, de ganas y de emoción contenida—. Un idiota que habla tan bien como demuestra las cosas.
—Eso está mucho mejor.
Me besa el cuello mientras sus dedos vuelven a moverse en círculos despacio, muy despacio. No puedo creer que el agua que fluye entre nosotros siga estando helada, porque estoy ardiendo. Apoyo la cabeza en su pecho cuando el placer se vuelve más agudo y termina atravesándome. Gimo bajito y noto su sonrisa en mi mejilla.
Abro los ojos. El cielo sigue siendo azul celeste.
Me giro hacia él con una sonrisa traviesa.
—?Y ahora qué hacemos contigo?
—Lo dejo a tu elección. Soy tuyo.
—Gracias, pero ya tengo suficiente conmigo misma. Menuda carga sería tener que tirar de los dos con lo que nos gusta complicarnos la vida. Sin embargo…
—Continúa. —Tiene la mirada brillante.
—Se me ocurre que podrías quitarte el ba?ador. Si te atreves. O si te da igual que en cualquier momento aparezca por aquí una feliz familia para disfrutar de un pícnic y te toque salir del agua tal como llegaste al mundo.
Will sonríe y, poco después, lanza el ba?ador hasta la orilla. Me río, porque me encanta esto. Me encanta pasármelo bien con él. Me encanta sentir que en este instante no necesito a nadie más. Me encanta comportarme de forma estúpida a su lado.
—Escandalicemos a familias felices —dice.
En realidad, dudo que nadie aparezca, aunque es difícil asegurarlo. Estamos en una zona apartada de los tramos más turísticos y rodeados por árboles.
Me acerco a él para colgarme de su cuello y besarlo.
—Sigues siendo un chico malo —susurro.
—No. —Y se aparta. Y está serio.
—Will, solo era una broma.
Hunde el rostro en mi cuello y se queda ahí unos segundos hasta que empiezo a acariciarlo bajo el agua y noto que todo su cuerpo se tensa en respuesta. Lo siento duro al rodearlo con la mano y Will murmura algo en mi oído que no llego a escuchar e instantes después tira del lazo de la parte superior de mi biquini y la tela cae al agua.
Nos movemos para acercarnos a la orilla.
No dejamos de besarnos. Hay algo irrepetible en la manera en la que dos personas se besan cuando acaban de enamorarse. Parece que el mundo empieza y termina en los labios del otro, y un acto tan sencillo y primitivo se vuelve adictivo como si fuese el intento frustrado de tener más, de sentir más, de conocer más.
Me quita la única prenda que me queda y le rodeo las caderas con las piernas. Y sencillamente nos mecemos así, desnudos, tan juntos uno del otro que el agua nos rodea para poder seguir su curso. El sol caliente me acaricia la espalda y me siento bien, tan bien que me atemoriza pensar que esto sea un espejismo.
Lo acaricio otra vez cuando nuestros labios se encuentran. Lo toco como él ha hecho antes conmigo, despacio al principio, más deprisa conforme su respiración se acelera y acaba gru?endo contra mi mejilla cuando se deja ir, como si la rapidez con la que el placer aparece y se marcha le resultase frustrante.
Seguimos un rato más allí abrazados, hasta que el calor empieza a disiparse y el frío del agua va ganando la batalla.
—Deberíamos salir.
—Vamos —contesta.
Me levanta con suavidad para que pueda alcanzar la orilla y luego él se impulsa con los brazos. Buscamos los ba?adores, nos vestimos y nos dejamos caer sobre las toallas. Siento la piel fresca y elástica mientras me seco al sol y Will, a mi lado, tiene los ojos cerrados y respira hondo una y otra vez.
—?Qué estás haciendo?
—Nada —responde él.
—Estabas respirando raro.
—Solo profundamente. Era uno de esos momentos… Uno de esos momentos en los que me siento agradecido por poder respirar. —Gira la cabeza y me mira con un destello de diversión—. Quizá tengas algo que ver.
—?Y a qué debo el honor?
—Digamos que me haces feliz.
Nadie me había dicho algo tan simple o grandilocuente, depende de cómo se mire. Debería sentirme halagada, pero noto una sensación burbujeante en la tripa a la que no sé ponerle nombre; se asemeja a un pececillo que boquea intranquilo. Quizá sea miedo o angustia ante la idea de que la felicidad de otra persona dependa de mí.
—La felicidad resulta demasiado efímera, casi un espejismo. No puede durar porque, entonces, uno dejaría de ser consciente de que se siente así. Es como enamorarse. Algo tan intenso está destinado a estabilizarse; de lo contrario, enloqueceríamos.
—Tiene sentido —contesta él.
—La felicidad es una asíntota.
—?Qué intentas decir con eso?