El mapa de los anhelos

Nos acercamos a la barra para pagar la comida. Luego, mientras se guarda el cambio en la cartera, Will le pregunta a la mujer: —?Hay alguna pensión por la zona?

—?Acaso los jóvenes de hoy en día no sabéis leer? —Ella hunde su dedo en la línea superior del pegajoso menú—. Pone: ?La casa de Rigoberta?.

—Ya. Y entiendo que Rigoberta…

—Está aquí presente. —Se se?ala el delantal salpicado de manchas y, cuando mira al hombre que bebe cerveza al lado, resopla como diciéndole: ?Mira lo que tengo que aguantar?—. Solo tengo una habitación libre, serán sesenta y seis dólares y el pago es por adelantado. El desayuno está incluido y se sirve por la ma?ana a las siete, ni un minuto más ni un minuto menos. Si os dormís, ?se siente! Son las normas.

Will está haciendo un gran esfuerzo por no reírse.

—De acuerdo. Nos la quedamos.

Deja los billetes sobre la barra y ella nos da la llave.

—Escaleras arriba y luego la puerta de la derecha.

—Bien. Gracias.

El sitio es bastante decadente, pero llegamos a la conclusión de que servirá para pasar la noche. La cama de matrimonio no está formada por dos camas individuales y juntas, como Will parecía esperar, sino que es indivisible. Me pido el lado de la izquierda y dejo el móvil en la mesilla tras comprobar que no hay cobertura.

—Voy a ir al coche a coger algunas cosas —dice él.

Abro la ventana para dejar que el frío entre en la habitación y unos minutos después veo a Will cruzando la calle hacia el Audi. Es una de esas personas estúpidamente temerarias que no corren bajo la lluvia. Y ese detalle me hace sonreír, porque rompe con su lado más meticuloso, lo hace humano y contradictorio, lo acerca un poco más hacia mí, que nunca he soportado usar paraguas, con lo incómodos que son; además, al fin y al cabo, la lluvia solo es agua. Cuando regresa, tiene el pelo mojado y la piel húmeda.

—Tenemos libros, una baraja de cartas, ropa y una barrita de chocolate.

—Menudo lujo, Will —bromeo sonriente.

Estamos sentados en la cama delante del botín. Cojo uno de los libros y leo el título: Las meditaciones de Marco Aurelio. Lo ha leído, porque las puntas de algunas hojas están dobladas a propósito y hay frases subrayadas aquí y allá.

—?Te gustó?

—Mucho —dice.

—?Siempre has leído tanto?

—Hace a?os, sí. Después dejé de hacerlo durante una época y, ahora, podría decirse que he vuelto a los comienzos.

—La vida es un círculo.

Will me mira tan fijamente que el aire en la habitación parece volverse más denso y las paredes estrecharse un poquito, solo unos centímetros.

—Puede que tengas razón.

—?Una partida? —pregunto para aligerar la tensión, aunque, para ser sincera, no sé a qué se debe: si tan solo es fruto de mi imaginación o de la cercanía.

él asiente y barajo las cartas antes de repartirlas.

Pasamos casi toda la tarde jugando mientras la tormenta coge fuerza y le da la razón a nuestra peculiar casera. Estar con Will es fácil y similar a tomarme un calmante, porque noto el cuerpo laxo y el corazón blandito. No estoy acostumbrada a mostrarme tal y como soy delante de los demás sin masticar cada palabra antes de dejarla salir, pero con él se me escapan sin esfuerzo como si fuesen resbaladizas. Supongo que habría sido imposible ocultarme y, al mismo tiempo, ser sincera a la hora de seguir ?El mapa de los anhelos?. En cualquier caso, resulta liberador. Puedo limitarme a ?ser? y ya está. Me encantaría preguntarle si le ocurre lo mismo, si esa curva que trazan sus labios le sale natural cada vez que me mira o le gano una partida.

Pero entonces él rompe el momento:

—Juegas igual que tu hermana.

—?Qué has dicho? —susurro.

—Siempre te cubres la espalda y arriesgas poco. ?El mejor ataque es una buena defensa?, ?no es verdad? —Lanza un par de cartas sobre la cama, encima de las demás, y solo entonces se percata de mi silencio—. ?Qué ocurre?

Sacudo la cabeza e intento volver al presente, a esta reducida habitación en la que tan solo estamos Will y yo, aunque de pronto se haya colado el fantasma de Lucy.

—Tan solo me ha sorprendido lo que has dicho.

—?Por qué? Ya lo sabes, nosotros éramos amigos.

—?El tipo de amigos que pasaban meses sin hablar?

El tono es punzante y él alza las cejas un poco asombrado, como si no se lo esperase. Con lentitud, gira sus cartas y da la partida por finalizada.

—Para ser precisos, sí, así era exactamente nuestra amistad. Pero, si lo que intentas averiguar es si apreciaba a tu hermana, puedes estar segura de ello.

—No intentaba insinuar lo contrario…

Will se pone en pie.

—?Bajamos a cenar?

—De acuerdo. Vamos.

Desciendo las escaleras detrás de Will, todavía cobijada en la sudadera que me ha dejado y que huele a él, a esa mezcla que me hace evocar peque?as violetas y algo frío y agua fluyendo. Resulta curioso que una colonia o un suavizante puedan poseer unas notas aromáticas tan distintas según la persona que lo use.

No hay nadie en el lugar, como era de esperar. Sigue lloviendo a cántaros y del canalón del tejado cae un chorro de agua que desemboca en la calle. Los cristales están empa?ados cuando nos sentamos al lado de la ventana y apenas se ve el exterior.

Rigoberta se acerca y nos anuncia que tan solo tiene sopa de guisantes y un bistec de carne. Como no hay ninguna elección que hacer, nos limitamos a asentir conformes. Hablamos poco mientras cenamos, arrullados por el sonido de la lluvia y el ambiente familiar. Bajo la mesa, mis pies tocan los de Will de vez en cuando por error y él siempre termina apartándolos. Pero no es una reacción inmediata, sino lentamente meditada. Es como si el impulso le dijese ?quédate? y la cabeza le recordase que no debe hacerlo.

El postre es pastel de queso y yo me llevo mi ración a la habitación para degustarlo sin prisas. Una vez allí, me quito las zapatillas, subo a la cama y hundo la cucharilla en la superficie cremosa. Will me mira con una media sonrisa y luego coge ropa.

—?Qué haces? —pregunto.

—Voy a darme una ducha.

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