El mapa de los anhelos

Distingo el obelisco de piedra blanca que lleva ahí desde 1896 e indica dónde se encuentran las tres esquinas. Siento una emoción burbujeante, aunque sé que la idea es ridícula, tan solo simbólica, pero era lo que Lucy quería y, quizá, solo quizá, también tenga que ver con mis propios deseos, esos que llevan una eternidad adormecidos.

Bajamos del coche. El viento es frío. Nos acercamos y, cuando llegamos, paro delante de Nebraska. Siento un torrente de emoción que me atraviesa y se extiende hasta las puntas de los dedos. Luego, despacio, doy un paso y cruzo a Colorado. Ya está. Lo he hecho. Lo he hecho, sí. Después, sin perder ni un ápice de entusiasmo, salto hasta Wyoming. Y entonces me echo a reír. Me río con fuerza y corro de un lado a otro, de estado en estado, como si me hubiese vuelto completamente majara.

Al alzar la vista hacia Will, veo que también está sonriendo.

—?Vienes a Colorado? —lo animo entre risas.

Asiente con la cabeza y da un par de pasos. Nos quedamos ahí un largo minuto en silencio. Tengo que levantar la cabeza para poder mirarlo a los ojos, que permanecen fijos en mí de esa manera peculiar e intensa que, sospecho, a cualquier otro ser humano lo incomodaría. Yo me acostumbré hace tiempo, cuando llegué a la conclusión de que Will observa el mundo como si buscase algo, pero no supiese concretar el qué.

—?Wyoming? —pregunto.

Continúa sin hablar, aunque me sigue hasta la otra esquina. Respiro profundamente. Siento los pulmones llenos, muy llenos de aire. ?Se sentirá Will igual o esta experiencia para él es irrisoria al compararla con todos los sitios que ha visto y todas las emociones que vivió antes de acabar aquí conmigo? ?Es posible que dos personas con pasados tan distintos puedan compartir una misma emoción y que esa emoción se concentre en un espacio reducidísimo, como una potente pastilla de lavavajillas?

—Will, sé que esto es una tontería. Pero me encanta.

Wyoming, Nebraska, Colorado, Wyoming, Nebraska…

—No es una tontería, Grace. —Oigo su voz por detrás.

—Me alegra que lo digas, porque no quiero irme.

—Pues no nos vayamos —contesta sin dudar.

Es todo lo que necesito para tumbarme en el suelo, y él también lo hace. No sé en qué estado nos encontramos, pero sí sé que los ojos de Will son del color de la hierba del prado, y que estamos muy juntos, que la manera en la que su pecho sube y baja es hipnótica, y que creo, solo creo, que me apetece besarlo. Necesito averiguar cómo sería, si tan vehemente como su mirada, meticuloso como sus gestos o dulce como cuando baja la guardia y se relaja. Quizá una mezcla de las tres. O ninguna de ellas.

La mano de Will toca la mía. Es un roce tan suave que tengo que bajar la vista para comprobar que sí, ahí está, su piel contra mi piel. Sé que está conteniendo el aliento cuando vuelvo a mirar su rostro. Estamos muy cerca. Dolosamente cerca. Y de pronto pienso que, si nos besásemos ahora, no sabríamos en cuál de los tres estados mis labios cubrieron los suyos y esa anécdota nos acompa?aría para siempre.

Pero no sucede. Noto las primeras gotas de lluvia en la mejilla derecha y, como si el agua lo hiciese reaccionar, Will traga saliva y aparta la mano. También aparta las ganas y el corazón y todo él. Me pongo en pie. Las nubes lóbregas penden sobre nuestras cabezas y nos invitan a cobijarnos en el interior del coche.

Regresamos por la carretera secundaria que nos ha llevado hasta allí. La lluvia, al principio fina y suave, coge ritmo y se vuelve cada vez más violenta. Will presiona el acelerador mientras descendemos, creo que por miedo a que la tormenta vaya a más y nos quedemos atrapados en medio de la nada. Cuando logramos llegar hasta Kimball, la ciudad más cercana, el cielo está tan oscuro que parece que sea de noche.

—?Qué hacemos? —pregunto.

Los limpiaparabrisas se mueven de un lado a otro hasta que Will aparca y apaga el motor del coche. Se fija en el local de al lado.

—De momento, creo que deberíamos aprovechar para comer algo. Esperaremos hasta que deje de llover para retomar el viaje.

—Me parece bien.

—?Tienes frío?

—Un poco.

La temperatura ha descendido de golpe. Will se inclina y busca algo en el asiento trasero lleno de libros y cosas que no caben en su peque?a caravana.

—Toma. —Me da una sudadera gris.

Acabamos sentados en una mesa que hace esquina. Elegimos el menú del día, que consiste en un plato de carne con patatas y una salsa que no logro identificar y sabe a vinagre. Will pide el salero y la camarera, que rondará los cincuenta y lleva el pelo recogido en una larga trenza de un rubio platino, lo mira ce?uda.

—?Acaso no está bueno? —espeta.

—Solo un poco… —Will medita la palabra— suave.

—Toma. —Deja el salero en la mesa con un golpe poco elegante y se aleja meneando su trasero enfundado en unos pantalones floridos ochenteros.

Presiono los labios para no reír y Will también. La complicidad nos rodea sin esfuerzo mientras hablamos de cualquier cosa antes de terminar pidiendo el postre: una tarta casera de chocolate y calabaza que está buenísima.

—Delicioso —le dice él cuando viene a llevarse los platos.

—Era la receta de mi abuela —contesta ella secamente.

—?Tienes hueco para café? —me pregunta Will tras mirar hacia la calle y ver que continúa lloviendo con fuerza—. Esperaremos un poco más hasta que pase la tormenta.

La camarera nos mira y suelta un silbido.

—Ja. Os harán falta muchos cafés para eso. Se prevé que esta noche vaya a más y no amainará hasta ma?ana a primera hora. Eso con suerte.

La mujer se aleja y se pone a charlar con un hombre que lleva más de una hora bebiendo cerveza en la barra. Will suspira y mira el reloj.

—?Qué hacemos? —pregunto.

—Se está haciendo tarde. Son demasiadas horas de camino como para esperar mucho más. Creo que tenemos dos opciones: salir ya y arriesgarnos o pasar la noche aquí.

—Apenas llevo dinero en efectivo.

—No te preocupes por eso, Grace.

—Pero si pudiésemos encontrar un cajero…

—En serio, es lo de menos. Vamos a pedir la cuenta y a preguntar si hay algo cerca. No podremos ir muy lejos si sigue lloviendo así.

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