—Una de las cosas que más envidio de las personas creativas es que pueden volcar sus emociones en lo que hacen. Escribir sobre lo que sienten, dar brochazos, colgarse una cámara al hombro e irse a caminar sin rumbo o coser una falda negra de tul para los días tristes. Pero aquellos que carecemos de dotes artísticas nos vemos obligados a intentar deshacer esos nudos de otras formas. Todo se queda dentro, enquistado. Creo que eso fue lo que me ocurrió con la muerte de Lucy. A veces pienso en ello, en el hecho de que nunca volveré a verla, y me parece una idea lejana, casi ridícula, y me invade la extra?a sensación de que nada es real y me encuentro dentro de una serie de dibujos animados. Y en otras ocasiones me ocurre justo lo contrario: pensar en mi hermana me duele de una forma física, me ahoga, es como si me atravesasen diminutas agujas.
El grupo permanece petrificado mirándome cuando termino de hablar. La mano de mamá, que está sentada a mi lado, sostiene la mía.
—No he entendido lo de los dibujos animados —dice Jane.
—Era una metáfora, ?no? —Adrien se rasca el mentón con aire confuso.
—Ya es la hora —comenta Dona mirando su reloj.
Agradezco que todos se pongan en pie para marcharse, porque hay pocas cosas más lamentables que tener que explicar lo que sientes de una manera excesivamente obvia, como desmenuzando las emociones para que un ni?o peque?o se las pueda tragar.
Mi madre me pasa un brazo por los hombros mientras abandonamos la sala. No ha sufrido un cambio radical desde que asiste a las reuniones, pero sí peque?os avances, como el hecho de que ayer fue a hacer la compra y cuando abrí la nevera me la encontré llena de platos precocinados, o que, tras subir al coche, se tome la molestia de decir: —Creo que he entendido lo que estabas diciendo ahí dentro.
Siento un cosquilleo agradable en la tripa y giro la llave para arrancar el motor. Pongo la radio. La música parece filtrarse por todas las grietas que siguen abiertas entre nosotras y resulta reparador llenar esos huecos con algo. Cuando entramos en Ink Lake, aminoro la velocidad y bajo el volumen.
—?Te importa si paro un momento en una de las casas para las que trabajo? Esta ma?ana me olvidé la cartera cuando saqué a pasear al perro.
—Está bien.
Aparco enfrente de la propiedad de Anne Rogers y no sé si mamá no estaba al tanto de dónde vivía exactamente o si le importaba tan poco que nunca prestó atención, pero alza la mirada hacia la casa con cierta admiración.
—Qué bonita —dice.
—Lo es. ?Quieres acompa?arme y verla por dentro?
Vacila unos segundos antes de asentir con la cabeza y quitarse el cinturón. Nos encaminamos juntas por el sendero de la entrada y llamo al timbre, porque no estoy segura de si hay alguien dentro. Ya estoy buscando las llaves cuando la puerta se abre.
Anne aparece radiante, con una camisa de cachemir y un pa?uelo rojo y dorado alrededor de su esbelto cuello. Clava sus ojos en mí y luego se fija en mi madre: lo disimula, pero sé que tarda unos segundos en reconocerla. No la culpo. La mujer que ella recuerda guarda pocas semejanzas con la que ahora tengo al lado y viste una camiseta vieja y ancha de papá y unas mallas negras que ya deberían haber pasado a mejor vida. El cabello, que anta?o era de color caoba oscuro, ahora es grisáceo y podría quedarle bien si no lo llevase sin peinar y careciese de brillo, como si fuese materia muerta.
—?Rosie! ?Qué sorpresa! Pasad, por favor.
—Gracias, Anne. —Estoy convencida de que mi madre acaba de caer en la cuenta de quién es en este preciso instante. Probablemente ni siquiera se acordaba de que un día le di recuerdos de su parte y le conté que paseaba a su perro.
Entramos al impoluto salón. Nos reciben los muebles de dise?o, las cortinas de terciopelo oscuro que contrastan con dos columnas de mármol, un ramo de rosas frescas sobre la mesa y Mr. Flu, que viene corriendo para saludarnos.
—?Os apetece tomar algo? ?Café, té, un refresco…?
—Un café con leche estaría bien —responde mamá.
Yo rechazo la oferta, me siento en uno de los sofás de color verde botella y le acaricio la cabeza al perro. Mientras Anne está en la cocina, mi madre permanece en pie contemplando los acabados del salón. Me pregunto en qué estará pensando. ?Quizá en que esta podría ser su casa si todo hubiese sido diferente? ?O que en lugar de pasar las tardes viendo un programa de televisión podría haber acabado siendo una empresaria de éxito, puede que montando incluso su propia inmobiliaria? Si hay alguien que tenía el talento, la pasión y el empe?o para lograr algo así seguro que era ella. El abuelo me ha hablado mucho de cómo era mamá antes de que todo empezase a desmoronarse. Fue un deterioro paulatino. Durante los primeros a?os de la enfermedad se mantuvo fuerte y serena, pero luego empezó a empeque?ecerse con cada golpe que tuvo que ir encajando.
—Toma, aquí tienes el café. —Anne entra en el salón y lo deja sobre la mesa central. Luego, ve que mi madre está observando una de las ventanas y dice—: Aluminio, doble abertura, con la máxima dimensión de la cámara y vidrio de distinto espesor.
Rosie asiente y se sienta en el sofá.
—La casa es fantástica, Anne. Muy elegante.
—Gracias. En cuanto me enteré de que la ponían a la venta, lancé una oferta por ella. Ventajas de trabajar en el sector. —Sonríe y remueve su té—. ?Y qué hay de ti, Rosie? ?Te has planteado volver al ruedo?
—?Al ruedo? —Parece desubicada.
—Ya sabes, al negocio inmobiliario.
—Ah, eso. Bueno… No creo…
—?Otros proyectos a la vista?
—No.