El mapa de los anhelos

—Yo podría ayudarte, mamá, si me dejas.

Le temblaban las manos cuando cogió la tacita, dio un sorbo, volvió a dejarla en el plato y miró alrededor como lo haría un animal asustado buscando la salida. Pero no había escapatoria. Estábamos las dos solas. Al comprenderlo, soltó un suspiro derrotado.

—Está bien, Grace. Intentémoslo.

Y por eso nos encontramos hoy en el interior del coche, de camino a la terapia grupal. Ella no se muestra especialmente entusiasmada, pero al menos ha puesto algo de su parte y eso ya me parece más prometedor que verla pasar la tarde delante del televisor y ese programa de parejas desnudas en una isla desierta.

Cuando aparco, la escucho tomar aliento.

—No sé si voy a poder hacerlo.

—Claro que puedes, mamá.

Mira de reojo la puerta, que está unos metros más allá, y sacude la cabeza. No lleva pendientes, se le ve la raíz del pelo y la camiseta que viste es tan vieja que creo que tiene alguna salpicadura de lejía. La mujer que aparece en el álbum familiar de hace décadas siempre iba muy arreglada y era tan presumida como su hija mayor.

—Creo que no ha sido una buena idea. Lo siento, Grace. Quizá otro día que esté más animada. Ahora me gustaría volver a casa.

Trago saliva. No puedo obligarla a entrar. No puedo coaccionarla. No puedo enfadarme con ella por esto. Pero sí puedo contarle una porción de la verdad.

—?Sabes cómo conocí este sitio? Porque Lucy vino varias veces.

—?Qué? —Me mira sorprendida.

—Ella quería que yo también lo hiciese. Y ahora te lo pido a ti, como si fuese una cadena. Por favor, mamá. Solo una vez. Una vez y no insistiré más.

Tarda unos segundos en reaccionar, pero, cuando lo hace, asiente con los ojos húmedos. Bajamos juntas del coche y nos dirigimos juntas hacia la entrada y llegamos juntas hasta la sala, que aún no está llena. Me gusta la idea de que hagamos esto unidas, porque estamos compartiendo algo: un sentimiento, un proceso, un duelo.

Vamos a la mesa de café y nos servimos un vaso.

Dona aparece con una sonrisa amable y curiosa.

—?Es tu madre, Grace?

—Sí. Dona, ella es Rosie.

—Encantada. He traído pastelitos de coco. Coged.

La anciana se muestra satisfecha cuando le digo que tienen un aspecto estupendo y después habla con mi madre, que se debate entre la confusión y el efecto que Dona despierta sin esfuerzo. Escucha cortésmente los pasos que debe seguir para hacer la receta.

Luego llegan Adrien, Matilda, Jane y los demás. Nos sentamos formando un círculo. Faith viste una camisa de hexágonos amarillos que parecen colmenas.

—Veo que hoy nos acompa?a alguien más. Bienvenida…

—Rosie —se presenta, pero no puedo evitar fijarme en que mantiene los brazos cruzados contra el pecho como si quisiese decir: ?No dejaré que entréis?.

—Es un nombre precioso —dice Jane.

—Esperamos que te sientas como en casa. —Faith le sonríe con su simpatía habitual—. Bien, empecemos. Matilda quería decir algo, ?no es cierto?

—Es sobre la culpa —puntualiza la aludida—. Pienso en mi marido cada día al levantarme y al acostarme, pero durante el resto de la jornada ni siquiera tengo tiempo para lamentarme por su muerte. Estoy demasiado ocupada llevando al ni?o al colegio, preparando comidas, trabajando, comprando, limpiando, haciendo recados… Y cuando llega la noche y caigo en la cuenta de que no he pensado en Andrew durante horas, bueno… —Traga saliva y alguien le tiende un pa?uelo—. Es complicado, pero siento que algo me ahoga. Ahí es cuando aparece la culpa.

—Todos nos sentimos así en alguna ocasión —dice Adrien—. Yo recuerdo la primera vez que me reí tras la muerte de mi mujer. Fue horrible. Estaba viendo en la televisión una comedia de policías y, de pronto, mientras me comía una patata frita, solté una carcajada. Me quedé paralizado. No dejaba de preguntarme cómo era posible que pudiese reírme de una tontería como aquella cuando mi Kate estaba muerta.

—Sí. Ocurre también con las cosas más frívolas del día a día —a?ade una chica joven, casi de mi edad.

—Es natural el choque entre ambos mundos: nuestra parte emocional en contraste con la vida exterior. —Faith esboza una sonrisa dulce—. Pero la culpa solo es un lastre. Ya lo hemos hablado en otras ocasiones, aprender a gestionarla es un camino largo y debemos concedernos tiempo y paciencia. Las exigencias y la rigidez tan solo entorpecen los avances.

—?Qué sabrás tú de todo eso?

La voz punzante que pronuncia esas palabras pertenece a mi madre, que está sentada a mi lado con el rostro crispado y los hombros tensos.

Lejos de mostrarse ofendida, Faith le dirige una mirada compasiva.

—Soy psicóloga y…

—Eso no implica que puedas imaginar lo que se siente —le tiembla la voz.

—Soy psicóloga y perdí a mi hija Tessa días antes de que cumpliese los doce a?os. Por eso creé este grupo. Porque el dolor puede ser solitario.

El silencio que se instala en la sala es ensordecedor, hasta que mamá lo rompe con una especie de aullido inhumano. Es tan agudo que me remueve por dentro y tengo que sujetarme a los reposabrazos de la silla para no levantarme y huir. Luego, estalla en un sollozo que resulta violento, y Faith se acerca y la abraza como si fuese una ni?a. Le acaricia el pelo, le seca las mejillas. Los demás se unen al momento ofreciendo pa?uelos, un vasito de agua, palabras de consuelo y suspiros comprensivos.

La escena me parece tan desgarradora como hermosa.

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