El mapa de los anhelos

—Ya son las siete y veinte —digo—. Casi el final.

Will sonríe y niega con la cabeza mientras sigue conduciendo. Atravesamos campos y algún pueblo peque?o antes de llegar a una ciudad mediana que nos recibe con una pancarta en la que pone: ?Bienvenidos a la feria estival?.

Aparcamos un poco más allá. Will coge la bolsa, pero deja el regalo dentro del coche. Caminamos unos cuantos metros hasta la entrada de la feria y pagamos el ticket antes de pasar. Dentro, todo está lleno de peque?as casetas de madera con techos de paja en las que venden productos artesanales como mermeladas y mieles. Y más allá, a lo lejos, las luces de algunas atracciones y de una noria parpadean conforme el atardecer empieza a devorarlo todo a su paso. Hay bastante gente dentro del recinto, pero el lugar conserva el encanto rural de la zona y, al mismo tiempo, da también esa sensación de libertad que implica romper con la monotonía.

—?Es genial, Will! —exclamo entusiasmada.

—Me alegra oírlo, porque no estaba seguro.

—?Bromeas? Nadie me había preparado antes una sorpresa por mi cumplea?os. Y, además, adoro las ferias. No sé, hay algo mágico en el ambiente… Quizá sea porque uno puede comportarse aquí como si siguiese siendo un ni?o…

La manera en la que sonríe me hace cosquillas en la tripa.

—Pues no se me ocurre una forma mejor de darte la razón… —Y entonces mete la mano en la bolsa que ha cogido del coche y me ense?a el contenido.

Son dos pelucas. Una lila, de corte recto y la misma longitud que mi pelo, a la altura de los hombros. La otra tiene un tono rubio amarillento y es un poco más larga.

—?Pelucas? ?En serio?

—Dijiste que te gustaban cuando hiciste aquella lista… —Se rasca el mentón con una inseguridad que me parece adorable—. Pero no tenemos por qué usarlas.

—?Tenemos, en plural? Esto mejora por momentos.

Will aprieta los labios para guardarse una sonrisa y suspira cuando le doy la peluca rubia. Después nos las ponemos, nos miramos y nos echamos a reír tontamente.

él viste pantalones negros y una camiseta del mismo color que se ci?e a sus hombros. Es posible que por eso el contraste con el amarillo chillón sea más llamativo.

—Estás ridículo. Absolutamente ridículo.

—Gracias —masculla—. A ti te queda bien. Espera, la tienes mal colocada por aquí. —Se inclina y desliza la punta del dedo índice por el contorno de mi oreja para apartar el cabello oscuro que se entremezcla con el lila—. Ahora sí.

Nos internamos por la laberíntica feria, ajenos a las miradas de algunos curiosos. Pasamos por delante de varias casetas de juego y él se?ala la típica con un montón de botellas brillantes a las que hay que disparar.

—?Apostamos algo? —pregunta.

—Vale, pero ahí no. Odio las armas.

—?Dónde, entonces?

—Aquella. —Se?alo otra caseta con un arco colorido y brillante tras el que cuelgan globos peque?os de la pared—. Venga, vamos.

—Los dardos también podrían considerarse un arma —replica.

—Oh, sí, hay tanta gente que muere al a?o por culpa de los dardos…

Will me sigue y, cuando nos plantamos delante del puesto, el hombre que lo regenta nos dirige una larga mirada, probablemente debido a nuestro aspecto estrafalario.

—Vale. ?Y qué apostamos? —pregunta.

—Yo qué sé. Un pensamiento.

—?Un pensamiento?

—Sí.

—Bien.

El hombre nos reparte los dardos, Will coge tres y me deja otros tantos. Tira y acierta a la primera al estallar un globo rojo. Pierde en los otros dos. Después, cuando me toca a mí, le pido que se aparte y me deje espacio. él sonríe con arrogancia. Me gustaría darle un codazo en las costillas, pero me limito a lanzar. Fallo las tres veces.

Will alza una ceja.

—?Jugamos otra?

—Por supuesto.

Cogemos nuestros dardos y en esta ocasión empiezo yo, pero, de nuevo, no consigo romper ningún globo. Luego, Will se lo piensa bien antes de lanzar: acierta el tercer tiro. Cuando pregunta si quiero volver a jugar, asiento.

—Ven aquí, Grace. —Pone una mano en mi hombro y tira de mí con suavidad hacia atrás, sin ser consciente de lo mucho que me afecta cada roce suyo. Habla en susurros—: Todos los juegos de la feria tienen truco. Mira, las puntas de los dardos están desafiladas, pero algunas más que otras, así que elige bien los que cojas. Además, los globos están poco hinchados, por eso es tan complicado hacerlos estallar: fíjate en los que estén más inflados. A veces también modifican la varilla de los dardos, así que el centro de gravedad se desplaza y…

—Deberíamos denunciarlo.

Will sonríe y vuelve a bajar la voz.

—En resumen: apunta lo más preciso que puedas, lanza con bastante fuerza y elige los globos más grandes.

—Está bien —suspiro.

Nos acercamos a la caseta y en esta ocasión cojo los dardos fijándome en la punta, aunque no veo grandes diferencias. Me tomo un largo minuto para distinguir los globos más inflados y me decido por un par que están por el centro. Luego, apunto bien y lanzo el dardo. Nada. Lo roza y se desvía. Cojo el segundo y vuelvo a fracasar.

—Esto es un asco —mascullo.

Will se inclina y me susurra al oído:

—Tienes que lanzar más fuerte.

Pongo los ojos en blanco, pero tengo en cuenta el consejo cuando tiro el último dardo. Y pum. Un globo azul estalla y los restos de goma caen al suelo. Salto alrededor de Will mientras grito emocionada. él se ríe.

—Te recuerdo que aún no he lanzado.

—?Da igual! ?No me importa!

Will se coloca para tirar sus dardos cuando dejo de celebrar mi peque?o triunfo. Me fijo en los detalles que lo rodean: en cómo frunce el ce?o antes de lanzar y se muerde el labio inferior, en cómo pone un pie delante del otro, en cómo se impulsa con suavidad.

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