El mapa de los anhelos

—La gente tiene tantos planes… —Me muerdo el labio inferior y lo miro. Sus ojos permanecen fijos en mí y solo en mí, ajenos a que desde aquí podría ver muchas más cosas—. Hay personas que saben a qué quieren dedicarse desde peque?as. Y luego tienen clarísimo que a los treinta tendrán hijos y a los cuarenta se comprarán una segunda residencia y a los cincuenta…, en fin, ya me entiendes. A mí me costaría decidir qué quiero comer ma?ana si me diesen a elegir entre pescado o pasta, porque, bueno, sé que la proteína es más sana, pero rechazar un plato de pasta… Qué dilema, ?lo ves?

Will sigue observándome. Alarga un brazo tras mi espalda, sobre la barandilla del balancín, pero lo aparta en cuanto se percata de la intimidad del gesto, esa complicidad vibrante. Y por culpa del brusco movimiento, la peluca rubia se cae, aunque ninguno de los dos le prestamos atención. Nuestras miradas siguen enredadas.

—Estoy convencido de que la gente que parece tenerlo todo tan claro miente. Créeme, sé de lo que hablo.

—Resulta un poco cínico…

—Sí, probablemente lo sea.

—En algún sitio leí que las personas cínicas tienen el corazón lleno de rasgu?os —susurro.

El verde de los ojos de Will parece oscurecerse y, por un instante, solo uno, creo que el momento podría transformarse en algo más. Pero no.

—?En alguna tienda de camisetas al por mayor? —se burla.

—Acabas de confirmar la teoría.

Sonríe y yo también lo hago. Luego nos quedamos callados al tiempo que la noria sigue girando. Y es perfecto. Quiero recordar esta sensación de paz y de estar en movimiento junto a Will mientras el mundo parece minúsculo e insignificante ahí abajo.

La atracción, como todo en esta vida, llega a su fin y bajamos. Caminamos un rato más por el recinto de la feria antes de buscar la salida. Avanzamos por una calle amplia y oscura. Dejamos atrás el olor a comida, palomitas de maíz y mazorcas asadas, las luces titilantes de colores y ese lugar en el que uno siempre vuelve a la ni?ez.

Lo adelanto y me giro hacia él. Camino hacia atrás.

—Ha sido uno de los mejores cumplea?os de mi vida. Las pelucas, los juegos, la noria… —Trago saliva, pero no aparto la vista—. ?Por qué lo has hecho?

—Lucy me pidió que pensase algo divertido…

—Ya, pero ha sido… Esto ha sido perfecto, Will.

él suspira. Veo la nuez moviéndose en su garganta.

—Mereces que alguien te encuentre…

—?Y ese alguien podrías ser tú?

—Grace…

—?Recuerdas lo que te dije sobre la memoria bidireccional, los recuerdos y las sartenes calientes? Pues me he quemado muchas veces. Demasiadas. Pero ahora mismo eres la única persona por la que volvería a correr ese riesgo.

—No lo hagas.

—?Por qué?

Hemos dejado de caminar. Will no contesta.

Estamos tan cerca que la punta de mis zapatillas toca las suyas. Tengo que alzar la cabeza para poder mirarlo a los ojos y espero, espero, espero. No sé qué estoy esperando. Quizá ese sea el error. Puede que no deba esperar las cosas que deseo, sino ir en su busca. Recuerdo las palabras de la carta de Lucy: ?Haz alguna locura sin pensar?.

Will se tensa cuando alargo la mano y la deslizo por su nuca. Hundo los dedos en su pelo. Despacio. Muy despacio. Noto que cambia el ritmo de su respiración.

—?No vas a responder?

él toma una bocanada de aire.

—No deberías apostar por mí…

Aparto la mano de su pelo y la dejo caer.

—Me debes un pensamiento. Uno sincero —le recuerdo, porque al menos quiero llevarme eso antes de que subamos al coche y la noche llegue a su fin.

Will lo medita unos instantes antes de decir:

—Una parte de mí quiere que me hagas caso, sigamos caminando y regresemos a casa. La otra está deseando que ignores todas y cada una de las razones por las que tú y yo no deberíamos dar ni un paso más hacia el otro.

Reprimo una sonrisa. Y avanzo un pasito. Es peque?o, pero suficiente para dejar claras mis intenciones. él alarga la mano y me acaricia la mejilla en un gesto cargado de ternura que me sobrecoge. Y baja. Baja hasta que la punta de su dedo índice traza el contorno de mis labios y se queda ahí unos instantes llenos de electricidad. Me pregunto si alguien ha intentado alguna vez medir la química entre dos personas, si existe alguna fórmula matemática mágica que pueda contener y explicar lo que siento.

Entonces, cuando nuestras bocas colisionan, dejo al fin de pensar. Solo estoy aquí, aquí, en este instante, en su mano en mi nuca y la otra en la mejilla, en cómo me pongo de puntillas para llegar mejor hasta él, en la humedad de sus labios, en que este beso sabe a algodón de azúcar, en el vuelco en el estómago, en la saliva, los dientes y la lengua; en cómo todas esas cosas que no significarían nada con alguien más se transforman en deseo cuando se trata de él.

Besar a Will es como escuchar una canción de rock and roll por primera vez, con todos los instrumentos fundiéndose en una melodía perfecta. Y cuando la pista llega a su fin, lo único que deseas es volver a oírla una y otra y otra vez porque necesitas memorizar cada acorde, cada roce de la piel, cada solo de guitarra, cada recoveco de su boca.

No sé cómo lo hacemos, pero nos movemos por la calle entre beso y beso.

Llegamos al coche. Will busca las llaves en los bolsillos de su pantalón mientras recorro su cuello con los labios, y lamo y muerdo y juego.

—Joder, Grace. —Se gira hacia mi boca y volvemos a fundirnos en un beso. Intenta apartarse, pero al final habla contra mi sonrisa—. No encuentro las llaves.

—Bien.

—Bien.

—Podemos quedarnos eternamente en este aparcamiento.

—Es un buen plan. Mira, ya sabemos qué hacer con nuestras vidas. Tenemos una meta —dice justo antes de levantarme y abrazarme contra su pecho.

Le rodeo las caderas con las piernas. Me apoya en la carrocería del coche y nos besamos otra vez hasta que siento los labios entumecidos y la piel ardiendo y el corazón latiéndome con tanta fuerza que no sé si podrá resistir mucho más.

—Aunque si encontrásemos las llaves…

—?Qué? —lo animo a seguir hablando.

—Evitaríamos montar un escándalo público.

—Cierto. —Lo beso—. A ver, espera… —Hundo la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y saco el brillante manojo—. Parece que han estado aquí todo el tiempo.

—Culpa tuya. Me aturdes.

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