Al mirar el reloj en el móvil vi que tenía otra llamada perdida de mi novia. El nombre aparecía en lo alto de la pantalla: ?Lena?. Cuatro letras que me provocaron un leve pellizco que rápidamente me esforcé por ignorar.
Me puse en pie y busqué mi ropa alrededor de la cama. Un calcetín por aquí, la camiseta por allá. Cuando estuve listo, me acerqué hasta Tiffany, que aún intentaba abrocharse el cierre del sujetador. La ayudé y lo cerré con un suave clic. Ella se giró y me sonrió. Una de esas sonrisas complacientes y dulces que lejos de halagarme solían molestarme porque simbolizaban que el reto, la parte más divertida de aquello, había llegado a su fin.
—?Nos veremos pronto?
—No lo sé. Hablamos.
Ese ?hablamos? vago e impersonal era mi manera de saltar del barco cuando el rumbo dejaba de interesarme. Que fue exactamente lo que hice cuando salí del apartamento de Tiffany y monté en el descapotable rojo que me había comprado dos meses atrás para celebrar que me habían contratado en una importante compa?ía tras pasar un implacable proceso de selección. Tenía un Audi oscuro cogiendo polvo en el garaje de casa, regalo por mi cumplea?os número veintiuno, pero había algo en ese coche que me hacía sentir incómodo; demasiado serio, demasiado clásico, demasiado barato.
El hogar familiar que me había visto convertirme en el hombre que era en ese momento se dibujó ante mí cuando giré la última esquina a la derecha. Ahí estaba, la casa de tejado inclinado, con una enredadera que trepaba por los ladrillos rojizos y un jardín perfecto que podría salir en cualquier revista de decoración.
Encontré a mis padres en la espaciosa cocina de color gris pizarra. él estaba sentado a la mesa leyendo el periódico, a pesar de que era una costumbre de lo más estúpida y le había explicado en varias ocasiones que accediendo a la red podría leer fácilmente todas las noticias. Ella, delante de los fogones, me miró por encima del hombro y sonrió.
—Buenos días, cielo. ?Feliz cumplea?os! ?Qué rápido pasa el tiempo! —Tenía una voz cantarina—. No nos dijiste que dormirías fuera.
—Improvisé —contesté.
—?Saliste con Josh y los chicos? Espero que lo pasaseis bien. Por cierto, te he preparado tu desayuno favorito: tortitas con miel y frambuesas.
Dejó el plato en la mesa. Había colocado las frambuesas de manera que simulasen ser dos ojos en las tortitas redondas y la miel era el trazo de una sonrisa, justo como me las hacía cuando era un ni?o.
Suspiré y lo aparté a un lado.
—Gracias, pero no tengo hambre.
—?Ni siquiera un poquito? —insistió mi madre—. ?Es por ese programa deportivo que sigues ahora? Seguro que no pasa nada si te das un capricho por tu cumplea?os. Además, no puedes vivir eternamente de arroz y pollo. —Se secó las manos en el delantal viejo y descolorido.
Una de las cosas que más me molestaban de mi madre era que, a pesar de tener la cuenta bancaria llena, en los aspectos más cotidianos vivía como si apenas llegase a fin de mes. Cuando venía a casa la chica que limpiaba, se ponía a hacer con ella las tareas porque así ?se entretenía un rato? y seguía cocinando a diario. Tras la mudanza, nunca logró encajar con las demás mujeres del barrio, esas que llevaban tacones para ir al supermercado y quedaban para hacerse la manicura todos los viernes.
—Simplemente no me apetece.
—Está bien. —Cogió el plato de las tortitas y se alejó mientras decía casi para sí misma—: Te las guardaré por si las quieres para merendar.
Mi padre lanzó el periódico a un lado y me miró con el ce?o fruncido.
—Podrías ser más considerado con tu madre. Se ha ido a comprar a primera hora de la ma?ana en busca de las dichosas frambuesas.
Puse los ojos en blanco antes de bostezar. Comenté que necesitaba descansar y subí a mi antiguo dormitorio, ese lugar que se convirtió en un refugio cuando llegué siendo un ni?o solitario, pero luego me vio crecer y extender las alas, reclamar espacio, moldearme, fundirme con el entorno, convertirme en el tipo de hombre que jamás imaginé que sería.
La habitación era espaciosa y tenía las paredes pintadas de verde menta. Las baldas superiores estaban llenas de trofeos, casi todos de carreras a corta distancia y relevos, aunque también había alguno de la liga de fútbol del condado. La cama era grande, con una colcha beis, y bajo la ventana se extendía el escritorio de madera oscura. Me acerqué y contemplé el exterior. Era un acto de lo más cotidiano, pero me resultó nostálgico porque lo había hecho cientos de veces cuando era peque?o: asomarme por el ventanal para buscar a Josh en la casa de enfrente.
Me dejé caer en la cama y cerré los ojos. Tan solo había dormido tres o cuatro horas la noche anterior y el sue?o me abrazó sin esfuerzo.
El reloj marcaba las siete de la tarde cuando me desperté. La luz rosada del atardecer ba?aba la estancia. Busqué el móvil y vi que tenía docenas de mensajes: felicitaciones de amigos del instituto y de la facultad, de mis tíos, de Josh y de Lena.
La llamé mientras cogía ropa limpia del armario y una toalla con la intención de darme una ducha.
—?Will? ?William?
—El mismo —dije.
—?Dónde te habías metido? ?Llevo todo el día llamándote! Estaba muy preocupada por ti. Temía que te hubiese pasado algo malo y…
—Cálmate, cari?o.
—?Qué ocurría?
—Nada. Pasé la noche con los chicos y he estado durmiendo casi todo el día. Me dolía la cabeza. —En eso, al menos, no mentía—. ?Todo bien por allí?
Tardó un instante en dejar a un lado su enfado.
—Como siempre. Mi padre apenas ha aparecido por casa esta semana, tuvo algún tipo de lío en el Senado. Y mi madre va a volverme loca con el tema de la boda.
—?Qué ha hecho ahora?
—Querrás decir qué no. Es la tercera vez que cambia el menú y está torturando a las chicas que se encargan de los arreglos florales.
—Cuando vuelva a Nueva York la semana que viene me ocuparé de que todo marche como es debido. Al fin y al cabo, es nuestra boda.
—Necesitaba oír eso. —Lena suspiró.
—Tengo que colgar ya, cari?o.
—Imaginaba que tendrías planes.