El mapa de los anhelos

—Estoy borracho.

—Will, es una jodida recta. Concéntrate en acelerar y no mover el volante. —Me rodeó los hombros con un brazo mientras descendíamos hacia la carretera—. ?Recuerdas la primera regla de supervivencia? No permitas que nadie ponga un puto pie en tu territorio, de lo contrario estás perdido. Vamos a demostrarle a Noah quiénes somos.

Las reglas de Josh, sí. Hacía a?os que no pensaba en ellas, desde que dejamos el instituto, pero aún me las sabía de memoria como si estuviesen marcadas a fuego en mi cabeza. ?No muestres tus emociones?, ?controla tus impulsos?, ?si alguien te da un golpe, devuélveselo con más fuerza?, ?ser débil es patético?, ?compórtate como un líder?.

Era la adrenalina corriendo por dentro como un líquido caliente e inflamable. Era una bombilla apagándose dentro de mi cabeza que daba paso a la oscuridad. Era yo, yo y yo. Nunca he probado ninguna droga más adictiva que la explosiva sensación de que todo es posible, de tener el mundo en las manos y descubrir que es blando y moldeable como plastilina para ni?os. Y mío. Sobre todo, mío.

Pensaba en ello cuando subí al coche.

Jenna y otra chica más joven estaban en mitad de la carretera y no paraban de hacer el tonto contoneando las caderas y bebiendo a morro de los botellines de cerveza. Luego, cuando Noah dio el visto bueno, alzaron los brazos y contaron hasta tres antes de anunciar el pistoletazo de salida. Reaccioné un par de segundos tarde.

—?Mierda, Will, acelera! —exclamó Josh.

Pisé el pedal con todas mis fuerzas. El coche de Noah no tenía nada que hacer frente al mío, así que lo dejé atrás en apenas unos instantes. La risa brusca de Josh se me coló en la cabeza y me contagió. Sí, sí, sí. ?El famoso, inigualable y querido Will Tucker recordándole a todo el mundo quién sigue siendo?.

—Puto pardillo —masculló Josh mientras miraba hacia atrás para disfrutar de la visión del coche de Noah empeque?eciéndose en la oscuridad de la noche—. Míralo, Will.

Alcé la vista al espejo retrovisor un segundo, solo uno, y cuando volví a fijarla en la carretera me topé de frente con dos faros de luz. Giré el volante. Un giro violento y errático. Comprendí que nos habíamos salido de la carretera cuando el coche rebotó sobre el terreno pedregoso y, después, llegó el golpe seco y brusco.

No sentí dolor. Fue como si de pronto flotase y todo se pintó de un blanco níveo y delicado. No paraba de nevar y nevar en mi cabeza. Y pensé: qué fascinante es la nieve.





27


Caída libre


Estoy cayendo.

Caigo, caigo, caigo.

Estaba en la cima de un acantilado y de pronto en el estómago solo hay vértigo y tengo náuseas y todo alrededor es blanco blanco.

?Qué lugar es este?

Un prado lleno de nieve, quizá.

La cobertura de nata de un pastel.

O la clara de un huevo frito.

Quiero vomitar, pero no puedo.

Tengo algo en la tripa, un animal herido que se retuerce y me ara?a por dentro, desgarra la piel, da vueltas y gira, clava los dientes, aúlla sin cesar.

Duele.



—?Quién es? —preguntó una voz dulce.

—Ahora no, está débil. Necesita descansar.



Hay un reloj en mi cabeza y no deja de sonar.

Tic-tac, tic-tac. Así todo el día. Toda la noche.

Sigo deslizándome por un sendero blanquecino y recto, infinito. No hay nada a lo que agarrarse, es imposible frenar la caída. ?Un río de leche? ?Unas minas de cal?

Espero y espero. Tic-tac. Tic-tac.

Quiero abrir el reloj.

Quiero abrirlo. Romper el tren de rodaje, rueda a rueda. Romper el oscilador. Romper el motor. Luego volver a montarlo. Y magia. Parece intacto, pero ya no funciona.

Tic-tac. Tic-tac.



La voz dulce regresó. Era como miel caliente.

—Te pondrás bien. Has tenido suerte, por lo que he oído podría haber sido mucho peor. Aunque estar intubado es un fastidio; créeme, lo sé por experiencia.

—?Lucy! ?Qué estás haciendo aquí? ?Está prohibida la entrada!

—Lo siento, se?ora Higgins, es que… lo conozco.

—?Lo conoces? —Seguía estando molesta, pero apareció una peque?a nota de curiosidad—. ?Estás segura? Tuvo un accidente. Ingresó hace unos días.

—Sí. Nunca olvido una cara. Es Will Tucker.



El reloj se oye de forma más lenta. Tiiiic-taaaac.

La nieve ha empezado a derretirse.

El blanco ya no es puro, está sucio.

?Nada como un poquito de agua con bicarbonato para quitar las manchas?, canturrea la voz de mi madre. Veo su sonrisa. Sabe más de lo que dice. Pero calla. Siempre calla. Y repite ?mi ni?o bonito, mi ni?o bonito?, pero ya no se lo cree por mucho que quiera hacerlo.



Varias voces desconocidas alrededor.

—?Lo bajamos a la habitación 104?

—Sí. La familia ya está informada.

—Perfecto. Pues vamos allá.

Y el mundo empezó a girar y girar y girar.



Estoy sentado sobre una peonza.

Cuando era peque?o tenía una y era perfecta, la abuela le dibujó unas líneas azules y verdes que parecían entremezclarse cuando la peonza daba vueltas sin cesar.

?Dónde estará? Se ha perdido. Todo se extravía con el paso del tiempo: los calcetines, las canicas, las personas, los recibos de aparcamiento, la inocencia, el amor.

El blanco se ha llenado de matices.

Rojo, azul, amarillo, verde, morado…

Los colores lo inundan todo.

Llaman a la puerta. ?Abre, Will?.

Insisten: ?Vamos, abre de una vez?.

Pero estoy cansado. Muy cansado.

Y me quedo aquí un poco más.



—No sé si puedes oírme, pero, si lo haces, tan solo quiero que sepas que tienes unos padres que te quieren muchísimo. Espero que seas consciente de lo afortunado que eres. Te lo diré en cuanto despiertes. Por cierto, el sillón de tu habitación es más cómodo que el de la mía. Creo que es cosa de los muelles.

Y después la voz dulce se extinguió.



Tic-tac. Tic-tac.

A la mierda.

Me levanto.

Busco el reloj.

Lo encuentro debajo de una nube.

Tengo un martillo en la mano.

Lo golpeo con fuerza. Zas.

El reloj estalla en pedazos.

La satisfacción es inmensa.

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