—Claro. —Carraspeé—. Bien. Pues juguemos.
Aquella tarde disputamos tres partidas y perdí cada una de ellas. No estaba seguro de cómo lo hacía, pero se anticipaba a todos mis movimientos y lograba controlar el centro del tablero; a partir de ahí, ya nunca tenía nada que hacer.
Regresó un día después, a la misma hora.
Volvió a ganar dos partidas sin esfuerzo.
Y al siguiente. Y al siguiente.
—?Cómo lo haces?
—Práctica —dijo.
—Ya. Así que tardaré una eternidad en tener un golpe de suerte y averiguar lo que quiero. Al menos, podrías contarme algo sobre ti. ?Por qué estás aquí?
—Tengo EICH.
—No lo conozco.
—La enfermedad de injerto contra huésped. —Alzó la vista y suspiró ante mi desconcierto—. La explicación que mi madre suele dar a las vecinas cuando preguntan es la siguiente: me diagnosticaron cáncer cuando era peque?a, me hicieron un trasplante de células madre de mi hermana y, desde entonces, las mías luchan contra las suyas. No se rinden. No hay manera. He probado muchos tratamientos, pero ninguno ha dado resultado. Volvemos a los corticoides y al sistema inmune débil, que es como una fiesta de puertas abiertas para cualquier infección. Un bucle infinito.
Me quedé mirándola con un nudo en la garganta.
—Has relatado esta historia cientos de veces…
—?A qué viene eso? —Me observó.
—Es por la manera en la que encadenas unas palabras con otras, como si te lo hubieses aprendido de memoria y ya no tuvieses que pensarlo.
—Es que es lo mejor. Lo de no pensar —aclaró.
—Ya. —Moví y me llevé por delante un alfil.
—Ahora te toca a ti: ?por qué estás aquí?
—?La versión larga o la corta?
—La corta.
—Soy un imbécil egocéntrico.
—Ahora la larga.
—Soy un imbécil egocéntrico que pensó que conducir borracho era una buena idea y, además, me he ganado a pulso toda la mierda que tengo encima.
—?La mierda que tienes encima?
—Es una forma de hablar. Ya sabes, me refiero a que estoy jodido. Para siempre, probablemente. Yo qué sé. Da igual. También estoy bien así. Todo se ha roto. Ya no tengo que seguir fingiendo, ahora puedo limitarme a respirar. Te toca.
Ella movió un peón y después alzó la vista.
—Eres bastante difuso.
No pude evitar sonreír pese al desconcierto. Nadie me había descrito nunca así y pensé que era la palabra perfecta para hacerlo. ?Difuso?.
—Y tú, bastante clara.
—Gracias. Me gusta. —Luego bajó la vista al tablero y dijo—: Jaque mate.
—Mierda —resoplé.
—?Te apetece un café de la máquina?
—Necesitaría ayuda para moverme.
Tenía la pierna derecha rota por tantos sitios distintos que tendría que pasar muchas semanas de reposo y de rehabilitación para volver a caminar. Lucy salió de la habitación y pidió en la recepción que me trajesen una silla de ruedas. Uno de los enfermeros me ayudó a levantarme de la cama y me sujetó cuando me senté. Después, ella empujó con decisión y salimos al largo pasillo pintado de color crema. Al fondo había una peque?a sala con varios asientos, máquinas de comida y café y una cristalera inmensa con vistas a la ciudad.
La vi meter un par de monedas. Después, me ofreció un café con leche y se sentó a mi lado. Dio un sorbo peque?o al suyo y comentó que quemaba.
—?Ahora estás enferma?
—?Por qué quieres saberlo?
—Tan solo… no tienes mal aspecto.
—Créeme, he pasado épocas terribles. La medicación te hincha la cara, hace que se te caigan las u?as, provoca úlceras, sarpullidos, llagas en el esófago, lesiones en el hígado, y en cuanto a los huesos… —Tragó saliva y apartó la vista—. Los huesos me duelen siempre. Todo duele siempre.
Me fijé en sus manos y las cicatrices, en la piel endurecida.
—Lo siento, no debería haber preguntado.
—No, odio que el tema se evite a propósito.
—Bien.
—Bien.
Nos quedamos callados observando las luces de las casas que, a lo lejos, poco a poco se iban encendiendo conforme la noche lo devoraba todo a su paso. Era cómodo estar allí con ella, el silencio, no pensar en el trabajo que había perdido por culpa de mi ineptitud, en el accidente que podría haberme matado, en el amigo que había sido como un hermano y al que tendría que ver en los tribunales, en la atractiva prometida que algún día subiría al altar con otro, en la decepción de mi familia y en la aplastante y abrupta soledad.
—Will.
—Dime.
—Como creo que eres un pésimo jugador de ajedrez, voy a darte dos pistas para que te acuerdes de mí: en primer lugar, has cambiado mucho, muchísimo; si no llega a ser porque nunca olvido una cara, no te hubiese reconocido. Pero yo también lo he hecho. Es inevitable cuando crecemos. Y, en segundo lugar, una vez, en el colegio, te regalé un bote de purpurina.
La miré con el corazón en la garganta.
Porque las palabras llegaron como un golpe de martillo y todo lo que creía haber enterrado regresó tras permanecer latente, a la espera de que volviese a buscarlo. Y la recordé. La recordé a ella y también la vida que dejé atrás, cada minúsculo e insignificante detalle que creía haber olvidado para siempre.
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Temporada de huracanes