La razón por la que mis padres acabaron asentándose en Ink Lake es sencilla: se enamoraron. No el uno del otro, aquello ocurrió a?os antes, sino de una granja que había a las afueras de la ciudad y que un anciano vendía a un precio irrisorio. El tejado tenía goteras, el granero necesitaba arreglos y los campos estaban abandonados, pero ellos se empe?aron en sacar adelante aquel lugar porque pensaron que allí serían felices. Y lo fueron, al menos hasta que una temporada de huracanes y el oro negro lo cambiaron todo.
Nací en aquella granja, en mitad del salón. Mi madre se puso de parto y la abuela tuvo que asistirla porque el médico tardó más de lo que yo estaba dispuesto a esperar. Se asustaron porque no lloré al nacer y pasaron varios minutos hasta que consiguieron arrancarme el llanto. ?Pero estabas bien —decía siempre mi abuela—, sencillamente nunca te gustó hacer ruido?. Quizá por eso mis padres recuerdan aquellos a?os como los más felices de sus vidas. No fui un ni?o difícil, no tuve rabietas en el supermercado ni me dio por hacer travesuras. ?Eras tan bueno…?, solía comentar mi madre; así, en pasado.
Pero no era solo el chico bueno. Lejos de la seguridad de nuestro hogar, también era el chico raro, el chico granjero, el chico solitario, el chico diferente. No recuerdo exactamente en qué momento me colocaron encima todas esas etiquetas. ?Cuándo ocurre? ?En qué instante preciso un ni?o toma conciencia de que los demás le hacen el vacío y de que no encaja? ?Es por algún comentario concreto, una mirada, un gesto…?
Nunca lo supe.
Pero los lunes se convirtieron en el peor día de la semana y los viernes en el mejor. En clase, las horas eran infinitas. En la granja, el mundo parecía acelerar y rotar más rápido. Con mis padres y la abuela era feliz. Juntos, arreglamos los tejados y los desperfectos. Plantamos maíz y soja, y crecieron y crecieron. Convertimos aquel lugar en un refugio.
A pesar de lo poco que me gustaba ir al colegio, sacaba buenas notas. Las lecciones me resultaban fáciles, casi aburridas. Y en casa leía mucho, cualquier libro que por casualidad acabase en mis manos. No era exigente, sencillamente me encantaba el acto de saltar de una palabra a la siguiente, como si fuesen adoquines que recorrer.
Pero siempre estaba solo.
En mi noveno cumplea?os, mi madre hizo unos bonitos tarjetones con cartulina azul y blanca, me animó a escribir las invitaciones y después las mandó a algunos compa?eros de clase. Era verano y hacía mucho calor. La abuela preparó un pastel de nata y almendras que me encantaba. Colocaron en el jardín una larga guirnalda de colores que colgaba entre dos árboles y unos cuantos globos.
Después, esperamos.
Pero no vino nadie.
Mamá había enviado siete invitaciones y no apareció ni una sola persona por la granja. Cuando aceptó la derrota, se puso tristísima y yo también, pero no porque ninguno de mis compa?eros fuese a aparecer, sino porque sabía que aquello le dolía más a ella que a mí. Yo había aceptado mi soledad.
—Peor para ellos —gru?ó la abuela con evidente disgusto—. Van a quedarse sin probar la receta del pastel familiar. Y a ti, mi precioso ni?o, te pondré una ración doble.
—Genial. —Cogí el pastel encantado.
Comimos en silencio bajo las guirnaldas.
—A tu madre se le pasará —dijo la abuela—. Esos críos no saben lo que se pierden. Eres un chico estupendo, Will. Estupendo. Nunca lo olvides. Y te diré algo más: no cambies, no dejes que ellos ganen. Algún día estarás rodeado de gente que te amará por quién eres, tan solo debes tener un poco de paciencia y mantenerte fuerte.
Le dije que sí porque, en teoría, la abuela tenía razón.
Pero, en la práctica, existía alguien llamado Tayler Parks.
Durante a?os escapé de su radar, probablemente porque apenas hablaba y en la hora del patio me sentaba lo más lejos posible de la multitud. Sin embargo, al arrancar aquel curso, su felicidad empezó a basarse en fastidiarme la vida. él y sus amigos me llenaban la taquilla de cosas (papel del váter, basura de la papelera, un pájaro muerto). Se reía de su propio chiste cada vez que se refería a mí como ?el granjero?, mote que se extendió entre el resto de los compa?eros de clase que lo temían y adoraban a partes iguales. Si durante el almuerzo me veía con un libro en la mano, se acercaba, me lo quitaba y arrancaba las páginas una a una delante de mis narices.
Intenté enfrentarme a él en un par de ocasiones, un empujón por aquí, un insulto por allá, pero me sacaba una cabeza de altura y siempre iba acompa?ado.
Así que los meses eran una sucesión de golpes que encajar.
En el colegio, me sentaba siempre al fondo, solo. Y jugaba a ser silencioso como un gato. Jugaba a ser invisible. Jugaba a no existir y no levantaba jamás la mano, aunque podría haber respondido sin dificultad al noventa y nueve por ciento de las cuestiones que la profesora formulaba en voz alta a la espera de que alguien participase.
Un día frío de noviembre entró por la puerta Lucy Peterson. No había acudido a clase a principio del curso, pero la recordaba de a?os anteriores. Todo el mundo se refería a ella como ?la ni?a enferma? y la trataban con delicadeza, como si pudiese romperse tan solo por mirarla. Como no había ningún otro hueco libre, la se?orita le pidió que se sentase a mi lado. Ella se acercó sujetando con fuerza las asas rosas de su mochila.
La clase dio comienzo.
De vez en cuando, la miraba de reojo. Tenía el cabello muy corto e irregular, con calvas visibles en el lado derecho de la redondeada cabeza. Creo que nunca habíamos intercambiado más de una docena de palabras, a pesar de que ella entraba y salía del colegio a menudo. En el curso había dos clases y solía ir a la otra, pero, en aquel momento, a mitad de a?o, el cupo debía de estar lleno.
La profesora comenzó a dar la materia correspondiente y los minutos se ralentizaron. Sobre la mesa que compartíamos, Lucy había dejado un estuche brillante que parecía hecho de escamas de sirena y un par de bolígrafos de colores. Yo tan solo llevaba un lápiz y acostumbraba a guardármelo directamente en el bolsillo.
Cuando sonó la campana del patio, todos se levantaron a la vez y el aula se convirtió en una especie de selva. Tayler apareció en mi campo de visión y cogió el sándwich que mi madre me había preparado esa ma?ana.
—?Qué tenemos para hoy? Veamos…