El mapa de los anhelos

—?Y si me rindo?

El silencio nos envolvió y ninguno de los dos dijo nada mientras una mujer se acercaba a la máquina de café y sacaba un expreso doble. Cuando se marchó, Lucy cogió un rotulador y trazó una peque?a estrellita en la escayola de mi pierna. Se había convertido en una tradición. Cada día a?adía algún dibujo diminuto y yo se lo permitía. En realidad, creo que habría estado dispuesto a hacer cualquier cosa que ella hubiese querido. Lucy se había convertido en una isla tras el naufragio de mi vida. Los ratos que pasábamos juntos en el hospital eran la mejor parte del día, aquellos en los que no tenía que enfrentarme a mis padres ni al equipo de abogados que habían contratado, esos en los que simplemente ?estaba?, sin expectativas, sin querer desaparecer por lo estúpido que había sido, o sentir la culpa atenazándome la garganta, porque jugar con ella me obligaba a concentrarme y no quedaba espacio para nada más. Y había otra cosa. Algo profundo tras rascar la superficie con la u?a. Compartir el tiempo con Lucy era como viajar al pasado y, a veces, aunque fuese efímero, me recordaba siendo otro. Me recordaba siendo un ni?o solitario y raro y diferente, pero con el corazón entero. Y me recordaba mirando las estrellas y pensando y leyendo. Me recordaba sentado al fondo de la clase junto a ella y contemplando todas sus cosas brillantes que, de algún modo, eran el reflejo de su alma pura, como si al verse obligada a vivir en una urna de cristal hubiese permanecido lejos de las fealdades y del ruido del mundo.

—Explícamelo. Quiero entenderte.

—Es que creo que es tan necesario luchar como saber cuándo tirar la toalla. En realidad, si soy sincera conmigo misma, ya lo hice. Hace unos meses estuve a punto de no salir de una neumonía —comentó en voz baja—. Y antes de perder la consciencia, pensé que estaba preparada para decir adiós. No esperaba despertar. Cuando ocurrió, tenía la sensación de que ya me había muerto. De hecho, empecé a asistir a un grupo de terapia para familiares que pasan por un duelo y me sentía como un fantasma. Es como si llevase meses sin estar aquí realmente. Solo lo he hablado con mi abuelo.

—?Y qué dice él?

Lucy sonrió a medias.

—El abuelo habla poco. Las palabras no son lo suyo, pero las miradas se le dan de fábula. Si quieres saber lo que está pensando, tienes que fijarte en sus ojos.

—?Y qué viste?

—Que le dolía, pero me entendía.

—Lucy, ni siquiera sé qué decirte…

—No digas nada. Me basta con que me escuches. —Me quitó la baraja de las manos y se entretuvo con ella—. El abuelo es que me quiere para el mundo, ?sabes? Y mis padres me quieren para ellos porque nunca pudieron tenerme como deseaban. Son cosas distintas. Es más fácil aceptar que se vaya alguien cuando no lo consideras tu posesión. Así que, bueno… —Suspiró y negó con la cabeza—. Seguir adelante con el tratamiento solo sería alargar lo inevitable. Mi problema es crónico.

—?Te lo han confirmado los médicos?

—No, porque me tratan como si fuese una ni?a. Es lo malo cuando te han visto crecer, la gente de este hospital cree que me conoce. Pero lo sé. Lo sé.

—?Y no es suficiente motivación alargar tu vida?

—No. Ya no. Solo encuentro una razón…

—?Cuál?

—Mi hermana.

—?Tienes una hermana?

—Sí, ?no te he hablado de ella? Se llama Grace. Es muy especial, pero no lo sabe. Si su vida fuese una partida de ajedrez, ella llevaría toda su existencia planteándose qué ficha mover. Así que está ahí, mirando el tablero y perdiendo el tiempo con un idiota. Me hubiese gustado que, al menos, una de las dos hiciese cosas y viese mundo y conociese intensamente el amor. Qué pena pasar por esta vida sin enamorarse, ?no crees?

—Pienso que no es tan sencillo.

—Eso lo dices porque eres igual.

—?Igual que tu hermana?

—Parecido, sí. Hay matices. Ella es fiel a sí misma. Ya desde peque?a era peculiar y diferente, pero no le molestaba, le parecía divertido. Dentro de sus limitaciones, es muy variable, un día amanece soleada y otro nublada, resulta difícil averiguar los desencadenantes. Y se valora menos de lo que debería. No confía en sí misma, por eso le aterra mover ficha, porque cree que perderá la partida en cuanto empiece a jugar. —Hizo una pausa y lanzó un suspiro. Luego alzó la vista y me miró de una manera extra?a y penetrante. Durante esas semanas, le había contado quién fui antes del accidente y también que ya no sabía quién era entonces—. Tú quisiste jugar saltándote las reglas, Will. Eso ni es justo ni suele acabar bien. Y has cambiado demasiado. Pero, en resumidas cuentas, los dos estáis perdidos, a la espera de que ocurra algo.

—Ya. —Tragué saliva.

No es fácil aceptar tus propios demonios cuando te los lanzan a la cara. Respiré hondo y seguí con la punta del dedo el camino del brazo de la silla de ruedas; repasé las costuras, que eran peque?itas y estaban escondidas en un lateral.

—No pretendo hacerte da?o, tan solo expongo los hechos. Yo me planteo el fin de mi existencia y tú no sabes qué hacer con la tuya, ese sería el resumen de la conversación. Lo único que sé es que, si la vida es un pastel, quien sea que esté ahí arriba con el cuchillo en la mano no reparte los trozos de forma equitativa.

—Ojalá no fuese así —susurré.

—Ojalá —repitió. Bajó la guardia y pude ver la tristeza insondable que escondía, esa que asomaba en raras ocasiones—. Pero, como la realidad es así, quiero hacer algo por mi hermana. Solo por si acaso. Nunca se sabe. La mejor estrategia es una buena defensa.

—?De qué se trata?

—Todavía no estoy segura, pero tengo algunas ideas… —Pensativa, se mordió el labio, y después sus ojos se abrieron como si se le hubiese ocurrido algo imprevisto. Cogió el rotulador y se inclinó para volver a escribir sobre la escayola de mi pierna, que permanecía inerte en la silla de ruedas. Trazó una línea larga desde el tobillo hasta el muslo y luego abrió ramificaciones como si fuese un árbol.

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