—?Te gusta jugar el béisbol?
No, me parecía un deporte estúpido.
—Claro, pero he perdido práctica…
—?Hacemos ma?ana unos tiros?
—Vale.
Al día siguiente pasamos la tarde en el jardín de su casa y bateamos un rato. La suerte me sonrió y logré golpear la pelota en varias ocasiones. La madre de Josh nos ofreció tarta de manzana y limonada para merendar y, cuando nos despedimos, él dijo: —Hasta ma?ana, Will.
—Hasta ma?ana, Josh.
Y me dormí con una sonrisa.
A partir de entonces, fuimos inseparables. Pasamos juntos lo que quedaba de verano por el vecindario. Fuimos al cine, montamos en bicicleta y él me presentó a algunos amigos. Por alguna razón, Josh me acogió bajo su ala. Cuando empezamos el colegio, ya nos habíamos convertido en mejores amigos.
Josh tenía una personalidad arrolladora que a mí me fascinaba. Era mordaz y muy observador, así que siempre sabía meter el dedo en las heridas de los demás. Pero, si estabas en su bando, no tenías que preocuparte por ese peque?o detalle.
Crecimos juntos. Dejamos atrás la ni?ez y entramos en la adolescencia orbitando el uno alrededor del otro. El instituto, ese lugar de apariencia hostil, se convirtió en un camino de rosas al lado de Josh. Jugábamos en el equipo de fútbol, nos votaban para ser los reyes del baile y ocupábamos la mesa más grande y mejor situada del comedor. éramos populares. Para él, aquello no suponía una novedad. Pero en mi caso fue como si el suelo por el que caminaba dejase de ser pedregoso y se convirtiese en una superficie suave; tenía que aprender a andar sin resbalarme, pero era fácil, muy muy fácil.
Todo cambió, incluso mi aspecto físico.
El a?o que cumplí los quince crecí tanto que mi madre no dejaba de quejarse porque teníamos que salir en busca de ropa nueva cada poco tiempo. A los dieciséis, cuando la barba empezó a ensombrecerme el mentón, se me ensancharon los hombros y me corté el pelo siguiendo la moda del momento. Nadie habría reconocido en mí al ni?o delgado e introvertido que de peque?o se sentaba en el colegio al fondo de la clase.
El corazón también fue mutando latido a latido.
No creo que sea posible dar con el instante concreto en el que pasé de ser el blanco de las bromas de un idiota a convertirme en la mano derecha de otro. Pero ocurrió. Al principio fingía que no me daba cuenta cuando Josh se metía con algún compa?ero de clase, aunque me incomodaba. Después, conforme los meses fueron quedando atrás en el calendario, me convencí de que tan solo eran tonterías y, un día cualquiera, hasta empezó a hacerme gracia que llamase ?Pato Donald? a un chico que ceceaba al hablar o que le escondiese la ropa a otro en el vestuario y le hiciese jugar a ?frío o caliente? para encontrarla. Llegó un momento en el que ya no tenía que esforzarme por fingir ser alguien que no era; sencillamente me convertí en ese tipo de persona. Resultó que la vida era mucho más cómoda así; tan solo tenía que preocuparme por mí mismo y mantener bien puestas sobre la nariz esas gafas especiales que me aislaban de todo lo demás. Ignorar lo ajeno y la vista fija al frente, siempre al frente. Y ahí delante estaban las fiestas los fines de semana, los amigos del instituto y las chicas con las que empecé a salir antes de tener algo serio con Jenna y que nos convirtiéramos en la idolatrada pareja del curso.
Unas navidades, durante mi primer a?o de universidad, mis tíos nos invitaron a pasar las fiestas en la casa del bosque que tenían en Canadá. Dije que no iría, pero al final accedí tras recibir una llamada de mi madre para convencerme. Así que ahí acabé, en medio de la nada, con un frío tan atroz y punzante que daba igual cuántas capas de ropa me pusiese encima, sentado en los escalones del porche mientras la nieve caía y caía.
—?Will? ?Qué estás haciendo aquí?
Alcé la vista hacia mi abuela, que vestía un ridículo suéter navide?o en el que aparecía un reno deforme con una nariz roja inmensa. Lancé un suspiro.
—Es el único lugar en el que hay cobertura.
El móvil vibró en ese instante al recibir un mensaje.
—?Y no puedes olvidarte de eso la noche de Navidad? Están a punto de empezar a repartirles los dulces a tus primos, ?te lo vas a perder!
—Abuela…
Me levanté y la miré desde arriba. Iba a decir algo más, alguna tontería sobre lo poco que me importaba la entrega de dulces y el resto de las tradiciones, o sobre las ganas que tenía de largarme de allí y regresar a Nueva York, pero de pronto la vi tan bajita a mi lado, tan arrugada y mayor, que lo único que logré hacer fue cerrar la boca.
Ella apoyó la palma fría de su mano en mi mejilla.
—Mi querido Will, ?dónde estás?
En ese momento, no entendí la pregunta.
Pensé que estaría delirando, que serían cosas de la edad. ?Aquí, delante de ti?, iba a decirle, pero entonces se abrió la puerta y mi tío Marcus frunció el ce?o al vernos.
—?Llevamos un rato buscándoos! Mamá, entra, vas a pillar un resfriado. Y tú, William, venga, tus primos peque?os preguntan por ti.