—Me iré pronto a casa, disfrutaré de mi familia y esperaré hasta que se presente otra complicación. —Se encogió de hombros—. Prometo escribirte de vez en cuando. Pero esto, que vengas cada día al hospital, tiene que terminar. No puedes esconderte aquí.
Quise rebatirle aquella idea. No estaba usando aquel lugar ni a ella para esconderme. No, no. O quizá sí. Pero ?qué más daba si lo hacía? Los dos disfrutábamos del momento de paz al final del día, un peque?o oasis en medio de la ciudad. éramos muy diferentes, pero nos entendíamos bien. Lucy era la única persona capaz de decirme las verdades a la cara sin juzgarme con especial dureza. Mis padres habían optado por un silencio ensordecedor que se colaba por todas las grietas que existían entre nosotros.
Tardé un largo minuto en conseguir decir: —Si es lo que quieres…
—Te lo agradezco, Will.
Jugamos una última partida al ajedrez y estoy convencido, sin ninguna duda, de que Lucy me dejó ganar. Cuando vencí, ella sonrió y comentó que estaba tan cansada que el cerebro no le funcionaba bien, pero sé que mentía.
Era tarde. Nos pusimos en pie y la abracé. Su cuerpo peque?o me recordó a un pajarillo al estrecharla contra el mío. No aparentaba la edad que tenía, cualquiera que la viese por primera vez hubiese pensado que rondaría los dieciséis, cuando asistió a aquel baile con ese vestido rojizo y su mejor amiga del brazo.
—Has prometido escribirme —le recordé.
—Sí. —La acompa?é hasta la puerta de su habitación y, antes de abrirla, me miró una última vez y sonrió—: Will, has sido un amigo estupendo. Gracias.
Lucy moriría trece meses más tarde y yo no volvería a verla.
Pasé aquellas navidades con mi familia en Canadá y fueron unos días reconfortantes pese a la ausencia de la abuela. Después, durante el siguiente a?o, terminé la rehabilitación, los trabajos comunitarios y me devolvieron el permiso de conducir. Fue entonces cuando decidí seguir con el plan establecido, el único en el que era capaz de pensar, y regresar a Ink Lake. Una parte de mí imaginó que, al llegar y recorrer aquellas calles olvidadas, me encontraría de pronto conmigo mismo, con el Will al que había abandonado sin miramientos. Pero no fue lo que ocurrió. Continué anclado en una especie de vacío, un agujero negro del que no sabía cómo salir, esperando y esperando.
Alquilé la caravana y empecé a trabajar en el pub con Paul.
Era, probablemente, lo opuesto a mi vida anterior, a ese apartamento en el Upper East Side que compartía con mi novia, las fiestas exclusivas a las que acudía y la oficina en la planta veintidós del elegante rascacielos donde trabajaba.
Pensé que, si me deshacía de todo lo material, podría encontrar más fácilmente y sin distracciones lo que fuese que estaba buscando dentro de mí. Los meses se convirtieron en una sucesión borrosa de días y, en algún momento, el tiempo, el hecho de que avanzase y siguiese corriendo, dejó de importarme. Me aislé de todo. Hablaba de vez en cuando con mis padres y, en ocasiones, recibía algún mensaje de Lucy, pero eran escasos. Leía mucho. Comía cosas enlatadas. Paul se convirtió en la persona con la que más me relacionaba; existió desde el primer momento cierta camaradería entre nosotros. En fin. La vida puede volverse placenteramente sencilla cuando no piensas en el futuro y decides centrarte en lo cotidiano. Y eso fue lo que hice.
Hasta que una noche cualquiera llegué tarde al trabajo. No era una novedad. Pero sí que al entrar hubiese alguien que preguntaba por mí. Alguien con una mirada capaz de atravesar la carne y los huesos y el alma. Alguien que llevaba unas zapatillas de color lila. Alguien que tenía una caja en las manos cuyo interior estaba a punto de entrelazar nuestras vidas, aunque entonces aún no lo sabía. Alguien diferente y especial.
Alguien como tú, Grace.
La (no) historia de Grace y Will
35
Grace
El silencio parece retumbar en el interior del coche. Las luces de la feria continúan brillando allá a lo lejos, pero la magia del momento se ha roto. Salgo del vehículo con el corazón en la garganta y Will me sigue. Sopla el viento fresco de finales de julio, que trae consigo el aroma del algodón de azúcar, pero no huelo nada, no oigo nada ni veo nada…
—Grace, espera —me ruega.
Dejo de caminar y doy media vuelta para enfrentarlo. Me duele la cabeza y estoy haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. Ahora no puedo ponerme en su piel. No puedo. Estoy ocupada prestándole atención a mi propio corazón, ese que se siente desencantado porque ha crecido pensando que tras besar al sapo aparecería un príncipe y resulta que sí, está ahí, pero dista mucho de ser perfecto y, si lo miras bien de cerca, casi que ni brilla ni nada.
—?Qué significa esto? ?Soy una especie de redención para ti y para tu ego da?ado? ?Un acto de caridad que te hace sentir mejor?
—No, joder, no.
—Sí, Will. ?Y sabes por qué lo sé? Porque estoy segura de que hace dos a?os jamás te hubieses fijado en mí. Habría sido invisible para ti.
—No digas eso.
—?Puedes intentar ser sincero por una vez, teniendo en cuenta la falta de práctica?
—?Cuál es la pregunta? —Aprieta la mandíbula.
—?Me habrías mirado entonces?
Hay una tormenta en sus ojos. Se frota el mentón y suspira abatido antes de apartar la vista. Ya sé la respuesta y, aunque agradezco que no me mienta o intente suavizar la verdad, eso no hace que oírselo decir en voz alta me duela menos.
—No.
—Bien. Gracias, Will.
—?Pero porque era un estúpido! A veces uno puede tener delante de las narices todas las respuestas o un jodido paisaje maravilloso y no ver absolutamente nada.
Me alejo de él con un nudo en la garganta y sé que quizá esté siendo irracional, pero lo único en lo que puedo pensar es en que, si esto no es real, si el vínculo con Will es un espejismo, si nada de lo que siento está enraizado, es probable que pierda la fe en el amor, porque entonces está claro que no sé reconocerlo y que debería dar un paso atrás y dejar de meter la mano en el fuego y de tocar malditas sartenes calientes.
—Grace, espera. Por favor.
—No puedo. Necesito ir a casa.