El mapa de los anhelos

—Claro. Dame un minuto.

Me pongo ropa cómoda y salgo al pasillo que tantas veces fue un punto de encuentro entre mi hermana y yo, cuando una pasaba a la habitación de la otra en mitad de la noche en busca de compa?ía. Bajamos las cajas por las escaleras, las sacamos al garaje y las metemos en el coche. Una vecina que cruza la calle vestida con ropa deportiva nos saluda y, cuando le pregunta a mi madre qué tal está, ella se toma la molestia de decir: ?Bien, Betty, vamos tirando. Bonitas zapatillas?, algo bastante sorprendente viniendo de ella; no por el comentario en sí, sino por el hecho de que se haya fijado en el calzado. Es como si estuviese dejando de ver borroso a su alrededor y todo adquiriese nitidez.

Hablamos con una mujer de aspecto afable que nos recibe encantada. Nos comenta que tras las tormentas del a?o anterior siguen suministrando provisiones a muchas familias. En el último momento, mientras un joven va cargando las cajas, veo que mamá encoge los dedos de la mano para evitar intervenir y llevárselo todo de vuelta.

Nos quedamos calladas cuando subimos al coche. Ha empezado a chispear y las gotas, diminutas como la punta de un alfiler, salpican el cristal.

—Ya está —digo.

—Ya está —dice.

Luego arranca el motor. Avanzamos por Ink Lake. Me pregunta qué tengo pensado hacer durante el día y comento que cuando deje de llover iré a pasear a Mr. Flu. No le digo que en realidad tan solo me apetece quedarme en la cama y regodearme en la tristeza. No le digo que echo de menos a Will, o la idea que tenía de él. No le digo que anoche cometí la estupidez de mandar una solicitud a la universidad. No le digo nada.

—Deberías invitar a Olivia para que venga a casa a merendar. Hace mucho que no la veo. Ya va siendo hora de ponernos al día —propone pensativa.

Toqueteo la llave del colgante que me regaló y pienso que sí, que tiene razón en lo de ponernos al día, pero entre nosotras. Los secretos empiezan a pesar y se convierten en una losa a la espalda. Me humedezco los labios antes de hablar.

—Mamá, hace tiempo que Olivia y yo ya no somos amigas.

—?Cómo dices? —Me mira con las manos al volante.

—Es que… discutimos. Los detalles dan igual. Simplemente dejamos de ser tan cercanas y, además, ella se fue a estudiar un curso de dise?o.

—Pero no lo entiendo…

—Son cosas que pasan.

Lo digo con un nudo en el estómago. Quizá ya haya vuelto para disfrutar del verano con su familia, o puede que esté viajando por ahí, pero no me importa. No, no me importa nada. Respiro hondo.

—Cielo, no tenía ni idea. Seguro que es un malentendido y, si no es el caso, la mayoría de los problemas se solucionan hablando.

—?Como habláis papá y tú?

—?Grace! —Abre los ojos.

—Lo siento. No quería decir eso.

El semáforo se pone en verde y avanzamos.

No estoy en mi mejor momento. Todo el asunto de Will me ha descolocado; aún estoy intentando comprender qué es lo que siento al respecto y por qué me molesta tanto su pasado. Probablemente… porque temo que también tenga que ver con el presente. Y me aterra correr el riesgo de averiguarlo.

De peque?a me gustaba jugar en casa de Olivia a Mario Bros con la consola que su hermanastro dejó olvidada antes de independizarse. La gracia del juego, de cualquier juego, no es solo que puedas saltar sobre setas o coger monedas, sino, en esencia, que si te mueres da igual porque después del ?Game over? tienes la oportunidad de empezar otra partida. En la vida real debes pensar mucho mejor cada movimiento, no puedes permitirte el lujo de que aparezca una planta carnívora que te engulla de un bocado.

—Te llevo a casa de Anne —dice mamá.

De manera que nos dirigimos hacia allí. La lluvia fina ha dejado de caer cuando llegamos y bajo del coche. No soy la única que lo hace: mi madre me sigue.

—?Vienes? —pregunto confundida.

—Sí, así aprovecho para hablar con ella sobre unos asuntos…

Deja la frase inacabada. Anne nos recibe con su cordialidad habitual e insiste en preparar café y en que nos reunamos un rato en el salón. Mr. Flu me sigue porque sabe que soy su pasaporte para salir a trotar por el barrio y perseguir a los pájaros del parque.

—Rosie, ?has pensado en lo que hablamos la semana pasada? —pregunta Anne tras echarse una cucharadita de azúcar en el café—. No negarás que es un proyecto interesante. Creo que me sería de gran ayuda contar contigo.

—?Qué me he perdido? —pregunto.

Había olvidado que Anne insistió en reunirse con mi madre para consultarle algo la última vez que estuvimos aquí. Han sido unas semanas extra?as, de esas en las que el tiempo transcurre de manera diferente en la cabeza y en la vida real. Tengo apelotonados los últimos recuerdos como si una apisonadora hubiese pasado por encima: la noche que subimos juntos a la monta?a en busca de la belleza, el viaje para salir del estado y la celebración de mi cumplea?os. Todo está ahí apretado y contenido. Pero, entre medias, me doy cuenta de que la vida ha seguido su curso de forma inexorable.

—Anne me explicó un proyecto que está llevando a cabo. Han llegado a un acuerdo para que la inmobiliaria ceda temporalmente algunas casas que hay junto al parque de caravanas para convertirlas en viviendas sociales hasta que el alcalde ofrezca una solución a largo plazo, pero esos hogares están a medio construir, la promotora se declaró en bancarrota, y aún no hay luz verde para el presupuesto…

—Razón por la que me sería muy útil tener una aliada. Si te animas a acompa?arme al vecindario sé que comprenderás que es una pena que esas casas estén inacabadas y vacías. Hay que hacer algo al respecto.

—Anne…

—Recuerdo que tenías el don de la persuasión.

—Es probable que lo haya perdido —suspira.

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