Cuando no queden más estrellas que contar

—No tengo motivos para esconderme.

—Si tú lo dices —replicó ella y la atmósfera entre ellos se oscureció un poco.

Sentí una punzada sorda en el pecho al notar el atisbo de rencor contenido en esas cuatro palabras. Lucas no dijo nada. Se limitó a bajar la mirada, pero yo lo conocía como para saber que le estaba costando un mundo no saltar. Una parte de mí quiso que lo hiciera, que respondiera y no se quedara callado.

Lucía nos condujo hasta la sala de espera para familiares, que se encontraba en la misma planta donde estaba situada la UCI. Mientras recorría los pasillos, se apoderó de mí una sensación incómoda. Recuerdos de las semanas que pasé en un espacio similar, dolorosos en muchos sentidos. Aquel hospital olía exactamente igual. Quizá todos olían del mismo modo. A desinfectante, miedo e incertidumbre.

Entramos en una sala amplia, con una veintena de sillones y varias mesas con sillas. Había mucha gente. Sin embargo, mi mirada se vio atraída por ella. La reconocí sin haberla visto nunca. Sin saber aún que sus ojos eran como los de Lucas. Al igual que su nariz y su boca. Fue por su porte. Por su apariencia perfecta y la frialdad que emanaba de ella. Me recordaba tanto a mi abuela...

Se puso en pie nada más ver a Lucas y no apartó su mirada de él mientras nos acercábamos.

—Hola, mamá.

Ella lo miró de arriba abajo como si fuese un desconocido. Poco a poco, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Dos a?os, Lucas. Dos a?os... —sollozó afectada—. ?Cómo has podido hacernos esto? A nosotros, con todo lo que hemos sacrificado por ti.

—Mamá, habíamos quedado en que no hablaríamos del pasado —susurró Lucía.

—?Cómo esperas que no lo haga? —murmuró enfadada. Dio un paso hacia él y alzó la barbilla—. Irte así, sin decir nada... Desentenderte de todo como si no fuese contigo...

—Y no iba conmigo, mamá. Yo ya no pintaba nada —replicó él.

—?Qué menos que hablarlo, Lucas! Podrías haber puesto de tu parte.

—?Hablar qué? ?Y qué más esperabas que hiciera?

—Dios predicaba el perdón como un mandamiento más.

Lucas se pasó las manos por el pelo, sin apenas paciencia.

—No dar falso testimonio ni mentir sí que es un mandamiento.

Ella fingió no darse por aludida y soltó un sollozo que sonó más como un quejido.

—Lo podríamos haber arreglado, pero tú solo pensaste en ti. Desapareciste y la gente comenzó a hacer preguntas. —Apretó entre sus dedos la cruz que colgaba de su cuello—. Pasé tanta vergüenza cuando tuve que llamar uno por uno a los invitados y anular la boda... Y Claudia...

—No se te ocurra, mamá —replicó Lucas y su voz sonó como un latigazo—. No era a ella a la que debíais proteger. ?Aún no lo entiendes? Era a mí, y queríais obligarme a que continuara con esa relación, otra vez.

—Solo es una pobre ni?a que se equivocó, y está tan arrepentida... Carga con su penitencia.

Miré a Lucas y tuve que morderme la lengua para no intervenir. Tenía el cuerpo tenso y en ese instante no parecía él, ya no brillaba. Al contrario, se oscurecía por momentos, como si le estuvieran robando la energía. Era lógico, dadas las circunstancias, pero también muy injusto.

—Solo se arrepintió de que se supiera la verdad. ?Venga ya, joder!

—No hables de ese modo en mi presencia —murmuró su madre, sin ningún rastro de la congoja que mostraba unos segundos antes.

—La gente nos está mirando —les hizo notar Lucía.

Los labios de su madre se torcieron en una mueca y yo odié ese gesto.

—Al menos podrías haber llamado y preocuparte por nosotros.

—Lo mismo digo.

Entonces, por primera vez, ella se fijó en mí. Parpadeó varias veces y frunció el ce?o.

—?Y tú quién eres?

Lucas abrió la boca, pero su hermana se adelantó.

—Se llama Maya, solo es una amiga de Lucas.

Vi cómo él la fulminaba con la mirada. Después me miró y en sus ojos brilló una disculpa.

—Maya, ella es águeda, mi madre.

—Encantada de conocerla. Siento mucho lo que le ha ocurrido a su marido.

águeda me ignoró y yo me esforcé por mantener una expresión neutra. Por dentro, el pulso me martilleaba en las sienes.

—Me gustaría hablar contigo sobre tu padre. En privado, si es posible —le dijo a Lucas.

A él no se le escapó el nulo interés que su madre tenía en mostrarse educada conmigo. Sus mejillas se encendieron.

—Lo que tengas que decir...

—Mejor te espero fuera —lo corté.

—No, Maya...

—No te preocupes, iré a la máquina a por un café.

Me puso la mano en la espalda y me apartó unos pasos.

—Lo siento. Lo siento mucho. Ignórala, ?vale?

—No importa, estoy bien. Pero lo mejor es que os deje hablar a solas. —Estaba avergonzado, podía verlo en sus ojos y en el rubor que le te?ía la piel. Me sentí mal por él y le sonreí para tranquilizarlo—. No pasa nada, de verdad.

—No quiero que te vayas —susurró.

—No voy a irme, te lo prometo.

Le di un apretón en la mano y abandoné la sala con paso rápido y las rodillas temblorosas. Necesitaba salir de la órbita de esa mujer lo antes posible o acabaría diciendo algo de lo que me arrepentiría más tarde.

Una vez fuera, cerré los ojos y conté hasta diez. Después recorrí los pasillos hasta encontrar las máquinas expendedoras. Me quedé plantada frente a la del café, con una moneda entre los dedos y la mirada clavada en las distintas variedades. Suspiré y volví a guardarme el dinero en el bolsillo. El encuentro con la familia de Lucas me había puesto tan nerviosa que notaba el estómago revuelto.

Me dejé caer en una silla y esperé, mientras un pensamiento echaba raíces en mi mente y se aferraba con fuerza.

Quizá me había equivocado al convencer a Lucas de que debía volver a Madrid.

Quizá lo había empujado a que intentara cerrar un capítulo de su vida para el que no estaba preparado.

María Martínez's books