Cuando no queden más estrellas que contar



Esa misma ma?ana hicimos las maletas y llamamos a un taxi que nos llevaría a la parada de autobuses. Sé que estuvo mal. Fue un acto egoísta y cobarde, pero le pedí a Lucas que nos marchásemos sin despedirnos de nadie. No sabía si lo ocurrido con Giulio iba a permanecer enterrado tal y como él había dicho o si ya lo sabría todo el mundo.

De un modo u otro, era incapaz de enfrentarme a lo que yo misma había provocado.

Una vez en Nápoles, mientras esperábamos el tren que nos llevaría a Roma, Lucas llamó a Catalina y le explicó el motivo por el que nos habíamos marchado tan rápido y sin avisar.

él no me dijo si ella había comentado algo sobre mí y yo no le pregunté.

Conseguimos pasajes para un vuelo que despegaba a las nueve de la noche.

No hubo retrasos ni contratiempos, y a medianoche pisábamos Madrid.

Me resultó raro volver a recorrer las calles de mi ciudad. Solo habían transcurrido unos meses desde mi huida, pero a mí se me antojaba una eternidad. Sentía una distancia enorme con todo lo que me rodeaba, también conmigo misma. La Maya que había regresado no tenía nada que ver con la que un día se fue. Lo notaba en las tripas, en las sensaciones que me recorrían la piel.

Lucas posó su mano temblorosa sobre la mía y yo se la apreté con fuerza para tranquilizarlo. En ese momento, él era lo que más me importaba y preocupaba.

El taxi se detuvo y Lucas pagó la carrera.

Sacamos el equipaje del maletero y nos dirigimos al portal del edificio donde se encontraba su piso. Un apartamento que a?os atrás heredó de su abuelo. Había vivido en él desde que comenzó sus estudios en la universidad, hasta el mismo día que se largó sin mirar atrás. Ahora llevaba dos a?os cerrado.

Entramos en el ascensor y subimos a la última planta.

—Es aquí —susurró.

Giró la llave en la cerradura y esta cedió con un ligero chirrido. Un aire cargado y un poco rancio atravesó el umbral. Lucas entró, trasteó a oscuras detrás de la puerta y las luces del pasillo se encendieron.

—Pasa.

Lo seguí hasta el dormitorio principal, donde dejamos las maletas.

Era un piso antiguo, con dos dormitorios, salón, cocina y un ba?o. Vestido con unos muebles sencillos y funcionales, sin apenas decoración salvo un par de cuadros en la pared del salón, sobre el sofá.

Sonreí para mí misma al darme cuenta de que Lucas y yo habíamos vivido muy cerca el uno del otro durante varios a?os. Quizá hasta nos habíamos cruzado en alguna ocasión, sin saber que un día acabaríamos compartiendo tantos momentos.

Lucas abrió todas las ventanas y el aire nocturno entró en la casa. Acostumbrada al silencio que se respiraba en la villa, las voces y el ruido de los coches me parecieron estridentes.

—?Pedimos algo para comer? Tengo hambre —me propuso.

—Es tarde, ?no?

—Esto no es Sorrento, seguro que hay algo abierto. —Se le escapó un bostezo.

Forcé una sonrisa. Desde luego que no era Sorrento, y ya lo echaba de menos.

A la ma?ana siguiente, nos despertamos temprano para ir al hospital.

—?Seguro que quieres venir? —inquirió Lucas.

En los diez minutos que llevábamos esperando el metro, era la cuarta vez que me lo preguntaba. Lo miré de reojo.

—Si dejaras de apretarme la mano tan fuerte, igual podría decirte que no y salir corriendo —respondí. Esbozó una leve sonrisa y aflojó un poco, pero no me soltó—. No voy a dejarte solo, Lucas.

Su pecho se desinfló con una temblorosa exhalación. Asintió varias veces. Estaba muy nervioso. Incluso yo lo estaba. Después de todo lo que me había contado sobre su familia, no iba a ser un encuentro fácil para él, y yo no era capaz de dejar que se enfrentara solo a esa situación tan difícil.

Nada más llegar al hospital, nos dirigimos a la cafetería. Lucas había quedado allí con su hermana.

—?Puedes verla?

él paseó la mirada por el comedor, repleto de clientes. Tardó unos segundos en localizarla.

—Al fondo, ven.

Zigzagueamos entre las mesas y Lucas se detuvo junto a una chica morena, con el pelo recogido en un mo?o, que tecleaba distraída en un móvil.

—Hola, Lucía.

Ella levantó la vista de golpe y sus ojos se agrandaron. Eran idénticos a los de Lucas, de un azul claro que casi parecía gris. Se puso en pie, mientras lo observaba nerviosa y se frotaba las palmas de las manos en el estómago. Percibí la tensión entre ellos, las dudas, como si ninguno supiera de qué forma comportarse con el otro.

Tras un par de incómodas sonrisas, se inclinaron con torpeza y se besaron en las mejillas.

—Te veo bien —dijo Lucas.

Ella alternó su mirada entre los dos.

—Yo a ti también.

Hubo otro silencio embarazoso.

—Por cierto, te presento a Maya. Ella es... es... —Vaciló y clavó sus ojos en mí, como si esperara que yo le diera la respuesta. Me quedé en blanco—. Maya es una amiga.

No sé qué contestación esperaba —yo misma no lo había sabido—, pero me decepcionó que me se?alara solo como una amiga. Me dejó un regusto amargo en la boca y un presentimiento latiendo dentro del pecho.

Lucas y yo llevábamos juntos casi tres meses. Durante ese tiempo habíamos compartido casa, cama y nuestros pensamientos más íntimos. Sin embargo, en ningún momento habíamos definido nuestra relación. No le dimos nombre ni le pusimos etiqueta. Nunca hablamos sobre qué éramos; si es que éramos algo. Así que enfadarme no me parecía lo más racional, pero ?quién controla lo que siente?

—Hola —saludé.

Lucía forzó una peque?a sonrisa.

—?Cómo está? —preguntó Lucas.

—Lo llevaron a la UCI tras la operación y allí sigue. Su médico dice que solo podemos esperar a ver cómo evoluciona.

—?Y mamá?

—En la sala para familiares. Hemos pasado allí la noche.

Lucas inspiró hondo y enfundó las manos en los bolsillos de sus vaqueros. Su mirada vagó por el comedor.

—?Sabe que he venido?

Lucía asintió.

—?Vas a ir a verla?

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