Por unos demonios más

—?Sal de mi iglesia! —grité mientras lo rociaba con él.

 

El producto para desenredar el pelo con olor a naranja le cayó en los ojos. Minias gritó de dolor y caminó marcha atrás dando tumbos hacia el vestíbulo, donde chocó contra las paredes oscuras. Ladeó las manos y las piernas y se deslizó por la pared hasta el suelo. No esperé para ver si se había caído. Ya había visto muchas películas y sabía lo que ocurría.

 

Con el pulso a cien por hora, me lancé sobre él. Toqué algo con el pie y él soltó un gru?ido. Me quedé sin aliento cuando se convirtió en niebla y mi pie lo atravesó y dio contra el suelo. Apoyé las manos en la pared para impulsarme y corrí hacia la cocina. Allí tenía un círculo que todavía tenía sal. Jenks se había convertido en un remolino de polvo dorado que corría delante de mí.

 

—?Cuidado! —gritó, y yo me agaché como si me hubiesen agarrado por los pies.

 

Me vinieron a la cabeza recuerdos de Al. No podía volver allí. No podía ser el juguete de nadie. Luché en silencio, golpeándolo todo, olvidando todos mis conocimientos de artes marciales.

 

—??Qué es lo que te ocurre!? —dijo Minias y luego gru?ó cuando mi sandalia golpeó algo blando. Volvió a desvanecerse y me soltó.

 

Me impulsé hacia delante, prácticamente arrastrándome por la cocina, hasta que mi círculo estuvo entre ambos. Minias estaba al otro lado, muy cerca.

 

—?Rhombus! —grité para activar la línea mientras tocaba con la mano el dibujo en el linóleo.

 

Entonces fluyó siempre jamás. El miedo me hizo perder el control y me atravesó más poder del que me hubiese gustado. Dolía. El círculo se elevó y Minias chocó contra la pared interior del mismo.

 

—?Ay! —exclamó el demonio. Su túnica púrpura formó un remolino al caer de espaldas contra la isla de la cocina. Se llevó la mano a la nariz y miró la carbonilla que reptaba por mi burbuja. Se le había caído el sombrero y me estaba mirando por debajo de sus rizos. Casi se vuelve loco al darse cuenta de que le estaba sangrando la nariz.

 

—?Me has roto la nariz! —exclamó. De ella le fluía sangre de demonio de color rojo brillante.

 

—Pues pégatela —dije, temblando. Estaba en un círculo, en mi círculo. Tomé aire una vez y luego otra. Me impulsé lentamente con las piernas y me levanté. Estaba helada a pesar del calor que hacía esa noche.

 

—?Qué demonios te pasa? —volvió a preguntar, claramente furioso cuando una capa de siempre jamás se le cayó por encima. Se sacó la mano de la nariz y vi que la sangre había desaparecido.

 

—?A mí? —dije para liberar un poco de mi angustia—. ?Dijiste que llamarías antes de venir, que no vendrías sin que te invitasen!

 

—?He llamado! —dijo mientras se ajustaba bruscamente la túnica—. No contestabas, y entonces —gritó y metió un dedo debajo de mi carísima pizarra y la tiró al suelo—, en lugar de enviarme un sencillo mensaje tipo ?En estos momentos estoy ocupada, ?puedes llamar más tarde??, ?me diste con la puerta en las narices! Quiero arreglar esto de la marca. Eres grosera, maleducada y una ignorante como la copa de un pino.

 

—?Eh! —dije, y sentí el calor que me subía a la cara. Me incliné para mirar al otro lado de la isla y vi que mi tabla estaba agrietada—. ?Me has roto la pizarra! —Luego dudé y recogí los brazos poniéndolos de nuevo sobre mi pecho—. ?Tú eras el que me hacías estornudar? —dije, y él asintió—. ?No soy alérgica a los gatos? —Miré a Jenks, eufórica—. ?Jenks! ?No soy alérgica a los gatos!

 

Minias se cruzó de brazos y se apoyó en la isla.

 

—Ignorante como la copa de un pino. Grosera como un invitado no deseado. Al es un santo por soportarte, por no hablar de lo novedoso de tu sangre.

 

Jenks estaba haciendo callar a sus hijos desde la ventana, asegurándoles que estábamos todos bien y pidiéndoles que no se lo dijesen a su madre.

 

—?Yo… grosera? —tartamudeé mientras le daba un tirón a mi camisa para ponerla de nuevo en su sitio. Minias me miró el estómago—. ?Yo no soy la que acaba de aparecer sin más!

 

—Dije que llamaría primero —dijo entrecerrando sus ojos de demonio—. No lo prometí. Y eres tú la que me está lanzando pastillas y gas de defensa personal —a?adió mientras cogía el sombrero y se lo ponía de nuevo. Tenía los rizos despeinados y ?maldita sea si no le quedaban genial! Me puse seria de inmediato. No, no Rachel. Chica mala. Y recordando lo que Ivy me había dicho esta primavera sobre mi necesidad de sentir la amenaza de la muerte para demostrarme a mí misma que estaba viva, descarté rápidamente la idea de que Minias me parecía atractivo. Pero lo era.

 

Minias notó que se apagaba mi ira y, claramente acostumbrado a tratar con mujeres volátiles, bajó la mirada. Cuando volvió a mirarme estaba visiblemente más calmado, aunque no menos enfadado.