Por unos demonios más

—?Qué? —dijo David, cauteloso, no angustiado.

 

Yo lo miré con impotencia.

 

—No fue culpa tuya. Fue culpa mía. No debería habértelo dado. No sabía que bastaría con que estuviese en tu poder. De haberlo sabido, nunca te lo habría dado. —él me miró perplejo y, sintiendo náuseas, a?adí—: Creo que sé dónde están tus novias. Es culpa mía, no tuya.

 

David sacudió la cabeza.

 

—?Darme el qué?

 

—El foco —dije, arrugando la cara de pena—. Creo… que ha convertido a tus novias.

 

Se puso blanco como el papel y colocó una mano sobre la encimera.

 

—?Dónde están? —dijo respirando.

 

Me costaba tragar saliva.

 

—En la morgue municipal.

 

 

 

 

 

9.

 

 

Dos visitas a la morgue en dos días, pensé, esperando que no se convirtiese en un patrón repetitivo. Mis zapatillas de jardinería no hacían ruido sobre el cemento; los p pasos de David, que iba a mi lado pero un poco más atrás que yo, eran fuertes y expresaban abatimiento. Kisten iba detrás de mí y el evidente malestar del vampiro habría sido divertido si no hubiésemos ido en tropel a identificar a tres mujeres lobo cuya identidad todavía era desconocida.

 

El foco estacaba ahora en mi bolso, silencioso e inactivo al estar tan lejos de la luna llena. Todavía mantenía el frío de la nevera de David y me estaba destemplando una parte del cuerpo. La experiencia me decía que el próximo lunes habría cambiado de ser una estatua de hueso que representaba el rostro de una mujer, al hocico plateado y brillante de un lobo, transpirando saliva y lanzando un chillido o agudo que solo los pixies podían oír. Tengo que deshacerme de esta cosa. Quizá podría cambiarla por una de mis marcas demoníacas. Pero si Newt o Al se la vendían a su vez a otra persona y comenzaba una lucha por el poder, me sentiría responsable.

 

Llegamos al final de las escaleras y, con los dos hombres siguiéndome, me giré con elegancia hacia la derecha y seguí las flechas hasta las puertas dobles.

 

—Hola, Iceman —dije abriendo de un golpe el lado izquierdo de la puerta batiente y entrando como si aquello fuese mío.

 

El joven se levantó y sacó los pies de la mesa.

 

—Se?orita Morgan —dijo—. ?Dios mío! Me ha pegado un susto.

 

Kisten entró detrás de mí mirando a todas partes.

 

—?Vienes aquí a menudo? —preguntó cuando el chico de detrás de la mesa dejó sobre ella su videoconsola portátil y se puso de pie.

 

—Todo el rato —le dije con sarcasmo mientras extendía la mano para dársela a Iceman—. ?Tú no?

 

—No.

 

Iceman me miró a mí, luego a Kisten y finalmente a David, que estaba de pie con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Su entusiasmo por verme se evaporó al darse cuenta de que habíamos venido a identificar a alguien.

 

—Bueno… vaya —dijo él mientras me soltaba la mano—. Me alegro de verla pero no puedo dejarla entrar a menos que traiga consigo a alguien de la SI o de la AFI. —Hizo una mueca—. Lo siento.

 

—El detective Glenn está de camino —dije, sintiéndome inquieta por alguna razón. Claro, estaba allí para identificar un cadáver, o tres, pero conocía a alguien a quien Kisten no conocía y eso no ocurría a menudo.

 

Entonces volvió a sentirse aliviado, como un chiquillo que debería estar sirviendo batidos en el centro comercial, no cuidando de la morgue.

 

—Bien —dijo—. Pueden sentarse en una camilla mientras esperan.

 

Miré la camilla vacía que estaba contra la pared.

 

—Mmm, creo que me quedaré de pie —dije—. Este es Kisten Felps —a?adí, y luego me giré hacia David—. Y David Hue.

 

David se serenó y, adoptando una actitud profesional, se adelantó con la mano extendida.

 

—Un placer conocerle —dijo, retirándose de nuevo a su lugar en cuanto le hubo dado la mano.

 

—?Cuántas… cuántas mujeres lobo sin identificar recibe de media en un mes?

 

Su voz tenía cierto tinte de pánico e Iceman se cerró y se sentó de nuevo tras la mesa.

 

—Lo siento, se?or Hue. En realidad no debería…

 

David levantó una mano y se giró, con la cabeza inclinada de preocupación. Mi buen humor se esfumó. La cadencia aguda de unos zapatos con grandes suelas en el pasillo exterior llamó la atención de todos los presentes y yo resoplé de alivio cuando el poderoso cuerpo de Glenn entró por la puerta, sujetando con su gruesa mano con facilidad el pesado metal, su piel oscura y sus u?as rosas contrastaban con el blanco de la pintura escarchada. Iba con su abrigo y su corbata de rigor y por la chaqueta le asomaba la culata de una pistola. Se inclinó y se puso de lado para no tener que abrir la puerta por completo.