Por unos demonios más

Suspiré, dejé a un lado el pa?o y abrí la despensa. Estaba muerta de hambre y, si no comía algo antes de que llegase Ceri, parecería una cerda cuando me comiese el paquete entero de galletas que iba a abrir para la ocasión. Entré en la despensa y miré las latas de fruta, las botellas de kétchup y las mezclas para pastel dispuestas en las ordenadas estanterías en las que Ivy organizaba nuestros víveres. Probablemente los habría etiquetado si le hubiese dejado. Cogí los macarrones y un sobre de salsa en polvo: algo rápido y con muchos hidratos de carbono. Justo lo que me había recetado el médico de brujas.

 

Oí un golpe seco y una risita procedentes del santuario que me recordaron que no estaba sola. Ivy había animado a su antigua compa?era de cuarto de la universidad, Skimmer, a cambiar los muebles del salón al santuario, en parte para hacer sitio para que los de la empresa Tres Tíos y Una Caja de Herramientas colocasen los paneles, y en parte para poner espacio entre Skimmer y yo. Aunque Skimmer era frustrantemente agradable, era la abogada de Piscary (como si no asustase ya lo suficiente siendo una vampiresa viva) y no me apetecía devolverle la amabilidad. Puse el cazo sobre la cocina y me puse a revolver debajo de la encimera hasta que recordé que los ni?os de Jenks estaban utilizando la olla grande como fuerte en el jardín. Molesta, llené la olla de hechizos más grande que tenía con agua y la coloqué sobre el hornillo. Mezclar un preparado alimenticio con cosas para hechizos no era buena idea, pero esta ya no la utilizaba porque ahora tenía una abolladura del tama?o de la cabeza de Ivy por dentro.

 

Derretí la mantequilla para la salsa mientras se calentaba el agua. Del santuario surgió un fuerte estruendo y mis hombros se relajaron al escuchar la agresiva música de NIN. Bajaron el volumen y la alegre voz de Skimmer hacía un agradable contrapunto a la respuesta suave de Ivy. Me chocó que, aún siendo una vampiresa viva, Skimmer se pareciese mucho más a mí en que tenía una risa fácil y que no dejaba que lo malo la enfadase exteriormente… una cualidad que Ivy parecía necesitar para compensarse.

 

Skimmer llevaba en Cincinnati más de seis meses. Había venido de California junto con una camarilla de serviciales vampiros para sacar a Piscary de la cárcel. Ella e Ivy se habían conocido durante sus dos últimos a?os de instituto en la Costa Oeste y ambas habían compartido sangre y cuerpos; y eso, no Piscary, fue lo que había apartado a Skimmer de su se?or vampiro y su familia. Yo la había conocido el a?o pasado, cuando empezó nuestra relación con mal pie al confundirme con la sombra de Ivy y, como era tan educada, hacerme una cortés oferta por mi sangre.

 

Mis movimientos para repartir el trozo de mantequilla por la cazuela se volvieron más lentos y aparté la mano del cuello. No me gustaba el hecho de haber intentado esconder la cicatriz oculta allí bajo mi piel perfecta. La sacudida de deseo que me había provocado aquella mujer había sido embriagadora y escandalosa, sobrepasada solo por el bochorno de haber malinterpretado la relación que había entre Ivy y yo. Dios, no lo entendía. Esperar que Skimmer lo hiciese a los treinta segundos de conocerme era ridículo.

 

Sabía que Ivy y Skimmer habían retomado lo suyo donde lo habían dejado, y creo que esa fue la razón por la que Piscary aceptó a Skimmer en su camarilla si la hermosa vampiresa conseguía ganar su caso. Mientras mezclaba la mantequilla, la leche y la salsa en polvo me pregunté si Piscary estaría empezando a arrepentirse de su misericordia al permitirle a Ivy mantener una amistad conmigo que no estaba basada en la sangre, sino en el respeto. Probablemente esperaba que Skimmer atrajese de nuevo a Ivy a un estado de ánimo propiamente vampírico.

 

Sin embargo, durante los últimos meses había sido más fácil convivir con Ivy, ya que saciaba su sed de sangre con alguien a quien quería y que podría sobrevivir a sus atenciones. Se sentía feliz. Culpable, pero feliz. No creía que Ivy pudiese ser feliz si no acompa?aba esa felicidad con una gran cantidad de culpabilidad. Y mientras tanto podíamos fingir que yo no me sentía el primer cebo de éxtasis de sangre, sin hacer hincapié en el tema porque Ivy tenía miedo. Habíamos invertido nuestros papeles y yo no tenía tanta práctica como Ivy en negarme algo que deseaba.

 

La cuchara de madera traqueteó contra la cacerola al temblarme la mano, cuando sentí el escalofrío de adrenalina que me recorrió al recordar sus dientes entrando limpiamente en mí, una mezcla de miedo y placer en una sensación irreal que me llevó al éxtasis.

 

Como si el recuerdo la hubiese invocado, la delgada silueta de Ivy apareció en el pasillo. Llevaba unos vaqueros estrechos y una camiseta cortada para mostrar el aro que llevaba en el ombligo. Se dirigió hacia la nevera para coger una botella de agua. Sus movimientos para abrirlo se ralentizaron cuando olió el aire y se dio cuenta de que había estado pensando en ella, o al menos en algo que me daba subidón y me aceleraba el pulso. Se le dilataron las pupilas y me miró desde el otro extremo de la cocina.

 

—Ese perfume ya no funciona —dijo.

 

Yo escondí mi sonrisa, pensando que debería dejar de utilizarlo, pero obligarla a morderme otra vez no era buena idea.

 

—Es uno viejo —dije—. No tenía nada más en el ba?o.