—Veré lo que puedo hacer —dijo él, y yo asentí con la cabeza, satisfecha.
Aunque el cuello rígido de Glenn indicaba que se sentía incómodo con el trueque de herramientas policíacas por kétchup, me parecía curioso que a aquel humano estoico y mojigato le diese vergüenza entrar en una tienda que vendía tomates. Los humanos los evitaban como la peste, lo cual era comprensible después de saber que había sido un tomate lo que había transmitido el virus que mató a una parte considerable de su población hacía cuarenta a?os y reveló las especies sobrenaturales que antes escondían una gran cantidad de seres humanos. Pero se había visto obligado a comer pizza, pizza de verdad, no la mierda de Alfredo que sirven los humanos, y desde entonces todo había ido cuesta abajo.
No quería hacerle pasar un mal trago por eso. Todos teníamos nuestros miedos. El hecho de que el de Glenn fuese que anhelaba algo que el resto de los humanos del planeta rechazaba era la menor de mis preocupaciones. Y si con esto consigo algunas bridas de plástico que algún día me pueden salvar la vida, pensaba mientras me volvía a acomodar en los asientos de cuero, entonces es un secreto bien guardado.
4.
La morgue estaba tranquila y fresca, como si hubiésemos pasado rápidamente de julio a septiembre, y me alegré de llevar puestos unos vaqueros. Mis sandalias crujían al pisar los escalones sucios de cemento mientras bajaba de lado y la luz fluorescente de la escalera le daba un aspecto todavía más sombrío. Jenks estaba sobre mi hombro en busca de calor y Glenn hizo un giro rápido a la derecha al llegar abajo, siguiendo las flechas azules que estaban pintadas en la pared después de los anchos ascensores, mientras se dirigía a las puertas dobles que proclamaban alegremente: ?Morgue de Cincinnati, un servicio con igualdad de oportunidades desde 1966?.
Entre la penumbra subterránea y el café que me había dado Glenn y que todavía llevaba en la mano me sentía mejor, pero la mayor parte de mi buen humor se debía a la placa identificativa temporal como Dios manda que Glenn me había dado al empezar a bajar las escaleras. No era la típica tarjeta amarilla laminada de diez por quince que le daban a todo el mundo, sino una placa de plástico pesado con mi nombre grabado. Jenks también tenía una y estaba insoportablemente orgulloso de ello, aunque la llevase yo puesta justo debajo de la mía. Era lo único que podía permitirme entrar en la morgue. Bueno, además de estar muerta.
No me gustaba mucho la AF1 pero, de alguna manera, me había convertido en su ni?a bonita: la pobre brujita que huyó de la tiranía de la SI para tomar su propio camino. Fueron los que me dieron mi coche en lugar de una compensación económica cuando la SI me sancionó después de haber ayudado a la AFI a resolver un crimen que la SI no había conseguido resolver. Desde entonces, se dictaminó que como yo no estaba en nómina con la AFI, la AFI me podía contratar igual que cualquier otra empresa o individuo. Chúpate esa.
Esas cosas peque?as son las que te alegran el día.
Glenn abrió una de las puertas dobles y se echó a un lado para que yo pudiese entrar primero. Entré haciendo ruido con las chanclas e inspeccioné la gran sala de recepción, que era más rectangular que cuadrada. La mitad de ella estaba vacía y la otra mitad tenía archivadores verticales y un horrible escritorio de acero del que se deberían haber deshecho ya en los setenta. Detrás estaba sentado un chico en edad universitaria vestido con una bata de laboratorio. Tenía los pies sobre el escritorio atestado de papeles y en las manos una videoconsola portátil. Una camela tapada con una sábana que contenía un cuerpo esperaba su atención pero, al parecer, primero tenía que ocuparse de algunos alienígenas del espacio.
El chico rubio levantó la vista al oírnos entrar y, después de mirarme de arriba abajo, dejó el videojuego y se puso de pie. Allí dentro olía a pino y a tejido muerto. Puaj.
—?Qué pasa, Iceman? —dijo Glenn, y Jenks lanzó un gru?ido de sorpresa cuando el puritano detective intercambió un saludo consistente en brazo, pu?o, codo y palmada con el tío del escritorio.
—Glenn —dijo el chiquillo rubio sin dejar de mirarme—. Tienes unos diez minutos.
Glenn le dio un billete de cincuenta y Jenks carraspeó.
—Gracias. Te debo una.
—Tranqui. Tan solo hazlo rápido —dijo, y le dio a Glenn una llave encadenada a una Betty Mordiscos desnuda. Nadie saldría de allí con la llave de la morgue.
Le lancé una sonrisa indecisa y me dirigí a otro par de puertas dobles.
—?Se?orita! —gritó el chaval, y su colorido acento adoptado se convirtió en el de un chico de granja cantando country alternativo.
Jenks soltó una risita.
—Alguien quiere una cita.