Quité la tapa de plástico y bebí un sorbo. Se me cerraron los ojos y mantuve el segundo sorbo en la boca durante un momento. Era un café doble, caliente y solo, justo lo que necesitaba ahora mismo.
Ivy seguía escribiendo y, mientras Jenks se excusaba por marcharse a ayudar a su hijo peque?o, al que había dejado olvidado llorando en el cucharón en la cepa, y volvía al jardín, yo me quedé pensando en qué estaría haciendo aquí Glenn. Y tan temprano. Eran las siete de la ma?ana. Yo no había hecho nada para que me rega?ase la AFI, ?verdad?
Glenn trabajaba para la Agencia Federal del Inframundo, la institución gestionada por humanos que operaba a nivel local y nacional. La SI, su versión inframundana, aventajaba mucho a la AFI en lo referente a hacer cumplir la ley, pero durante una investigación previa en la que yo había ayudado a Glenn, había averiguado que la AFI tenía una impresionante cantidad de información sobre nosotros, los inframundanos, lo que me hizo desear no haber redactado aquellas listas de especies para su padre el oto?o pasado. Glenn era el especialista en inframundo de la AFI de Cincy, lo que significaba que había tenido agallas para intentar trabajar a ambos lados de la calle. Había sido idea de su padre y, como le debía mucho, lo ayudaba cuando me lo pedía.
Sin embargo, todo el mundo estaba callado y pensé que sería mejor decir algo antes de quedarme dormida en la mesa.
—?Qué te trae por aquí, Glenn? —le pregunté mientras tomaba otro sorbo de café con la esperanza de que la cafeína empezase a hacerme efecto pronto.
Glenn estaba de pie y se ajustó su tarjeta identificativa al cinturón. Con aquella mandíbula cuadrada apretada, miró a Ivy con desconfianza.
—Dejé un mensaje anoche. ?No lo recibiste?
La profundidad de su voz era tan relajante como el café que había traído. Entonces Jenks, que estaba entrando de nuevo por el agujero para pixies que había en la puerta de mosquitera, dio media vuelta.
—Creo que he oído a Matalina —dijo, y luego desapareció dejando tras de sí una estela tamizada de chispas doradas. Miré la bruma de polvo de pixie y luego a Ivy, y ella se encogió de hombros.
—No —dije yo.
Los ojos de Ivy se pusieron negros.
—?Jenks! —gritó, pero el pixie no apareció. Yo me encogí de hombros y miré a Glenn como pidiéndole disculpas.
—?Jenks! —chilló Ivy—. Cuando le des al botón de los mensajes es mejor que los escribas, ?maldita sea!
Yo tomé aire para hablar pero Ivy me interrumpió.
—Glenn, Rachel todavía no se ha acostado. ?Puedes venir a eso de las cuatro?
—A esa hora la morgue ya habrá cambiado de turnos —protestó él—. Siento que no recibieses mi mensaje, pero ?mirarás de todas formas? Pensé que estabas despierta por eso.
El enfado me hizo tensar los hombros. Estaba cansada y malhumorada y no me gustaba que Ivy se metiese en mis asuntos. En un arranque de mala leche, me puse de pie.
Enmarcada por su nuevo corte de pelo, la cara ovalada de Ivy parecía inquisitiva.
—?Adonde vas?
Cogí el bolso, que ya estaba cargado con gran variedad de encantamientos y hechizos, y me bebí de un trago lo que me quedaba de café.
—Al parecer, a la morgue. Ya he estado despierta hasta estas horas otras veces.
—Pero no después de una noche como la que acabas de pasar.
En silencio, cogí la pulsera que rodeaba al se?or Pez y me peleé con el broche. Glenn se puso de pie lentamente. Su cuerpo adoptó una inclinación de cautela. Una vez me había preguntado por qué vivía con Ivy y con la amenaza que ella suponía para mi vida y además por voluntad propia y, aunque ahora ya sabía por qué, decírselo le haría preocuparse más, no menos.
—?Jolín, Ivy! —dije, consciente de que él nos estaba analizando profesionalmente—. Prefiero hacerlo ahora. Considéralo mi cuento para dormir.
Me dirigí a la entrada intentando recordar dónde había dejado las sandalias. El recibidor.Y entonces Ivy dijo desde la cocina:
—No tienes que salir corriendo cada vez que la AFI chasquea los dedos.
—?No! —grité yo. El cansancio me ponía estúpida—. Pero tengo que ganar algo de dinero para volver a consagrar la iglesia.
Los pasos de Glenn titubearon sobre el suelo de madera.
—?Ya no es sagrada? —preguntó mientras salíamos al soleado santuario—. ?Qué ha pasado?
—Tuvimos un incidente. —La oscuridad del recibidor era reconfortante y suspiré mientras me ponía las sandalias y abría la pesada puerta que daba al santuario. Por el amor de Dios, pensé, entrecerrando los ojos al sentir el brillo resplandeciente de aquella ma?ana de finales de julio. No me extra?aba que soliese dormir a esa hora. Los pájaros hacían mucho ruido y ya hacía calor. Si hubiera sabido que iba a salir me hubiese puesto pantalones cortos.
Glenn me agarró por el codo cuando tropecé en el escalón y se me habría caído el café si no lo hubiese vuelto a tapar.
—No te gustan las ma?anas, ?eh? —dijo medio en broma, y yo aparté el brazo.