Por unos demonios más

Con los labios medio abiertos, conmocionada por lo que había hecho, levanté la cabeza y me encontré a Trent sentado bajo la mesa con su camisa de esmoquin blanca, sin la chaqueta. Me estaba observando con Quen detrás de él preparado para arrastrarlo. Parpadeé; me ardía el pecho. Tuve el tiempo suficiente para respirar y luego el desequilibrio de la realidad por invocar la maldición me golpeó.

 

Me sacudí violentamente, golpeé con la cabeza el fondo de la mesa y mis codos rompieron los círculos. Boqueando, convulsioné mientras me cubría una oleada de negrura. No podía respirar. Mis mejillas tocaron el frío suelo y apreté de dolor. La maldición vio que mi voluntad se debilitaba y su necesidad de correr se duplicó, enredándose con la mía hasta que fueron la misma. Tenía que correr. ?Tenía que escapar! Pero no me podía mover… mis malditos… brazos.

 

—?Estará bien? —preguntó Trent con voz de preocupación y desconcierto.

 

—Está aceptando el pago de la maldición —dijo Quen con tranquilidad—. No lo sé.

 

Alguien me tocó. Yo grité y solo oí un gru?ido gutural. La maldición profundizó en mi psique, mezclándose conmigo. Ya no tenía por dónde salir y entraba en cada faceta de mi recuerdo y mis pensamientos, convirtiéndose en mí. Estaba muriéndome desde dentro hacia fuera. Y en medio de todo ello, la carbonilla del desequilibrio amenazaba con pararme el corazón.

 

—La acepto —dije sin aliento, y el dolor menguó—. La acepto —sollocé, haciéndome un ovillo. Era mía. La maldición era lo único que me quedaba. Me estaba sobreviniendo una aterradora necesidad de correr. Era la maldición demoníaca, pero éramos uno. Su necesidad era la mía.

 

?Por qué me estoy resistiendo?, pensé de repente; la agonía de la carbonilla de demonio me estaba quemando la sangre. Y con ese último y amargo sentimiento, dejé morir mi voluntad.

 

Mi miedo desapareció con un silbido de pensamiento singular, la pena se fue en un destello de desconcierto y el trastorno de angustia mental se evaporó al darme cuenta de repente de que todo había cambiado.

 

Abrí los ojos. Me invadió una sensación de paz. Era como si hubiese vuelto a nacer. No había ira, ni dolor ni pena. Mi respiración llenaba los pulmones con un movimiento suave y tranquilo. Miré al mundo en una pausa de tiempo, con mi mejilla todavía apoyada contra las baldosas frías, y me pregunté qué había ocurrido. Me dolía todo el cuerpo, como si hubiese peleado y ganado, pero no había ningún cadáver destrozado tumbado ante mí.

 

Y entonces vi mi prisión junto a mí; se había caído de lado del lugar en que lo había colocado, tras los arreos de la magia demoníaca. Ah. Eso.

 

Entrecerré los ojos e intenté cogerlo. Nunca volvería a retenerme.

 

—Celero inanio—dije gru?endo, sin importarme que fuese una maldición demoníaca, sin importarme no saber cómo la conocía. El hueso se rompió en pedazos al tocarlo, recalentado, y se rompió en peque?os fragmentos. Retiré las manos repentinamente y me senté; el dolor me sorprendió, pero no era tan fuerte como la satisfacción. Aquella prisión no volvería a retenerme, y acogí con entusiasmo el desequilibrio por haber roto las leyes de la física mientras fluía en mi interior, cubriéndome con una capa reconfortante de calidez, protegiéndome. A otras cosas…

 

Sobre mí sentí la suavidad plana de la madera y, sobre ella, una encrucijada de metal, yeso, moqueta y espacio. Estaba en un edificio… pero no tenía que quedarme allí.

 

Alguien me estaba mirando. En realidad me estaba mirando mucha gente, pero uno me miraba como un depredador a su presa. Mis ojos recorrieron las caras silenciosas e inquisitivas hasta que encontraron los intensos ojos verdes de un elfo, enmarcados por pelo oscuro. Quen, pensé, dándole un nombre, y luego vi la puerta abierta detrás de él.

 

—?Cuidado! —gritó alguien.

 

Yo di un salto y tropecé con el vestido. Alguien cayó sobre mí para inmovilizarme contra el suelo. Yo peleé en silencio dando pu?etazos. Un hombre me estaba gritando que me estuviese quieta. El recuerdo del sonido de las alas de pixie me atravesaba el alma como un cuchillo, y sentí como lo último que quedaba de mí misma, de Rachel Morgan, se desvanecía, ocultándose del dolor.

 

Se oyó un gru?ido cuando mi pu?o chocó contra algo blando y, en aquel breve instante, aproveché para arrastrarme hacia la puerta. Alguien me agarró por las mu?ecas y grité cuando me las pusieron detrás de la espalda.

 

Gru?endo, intenté liberarme y luego me quedé quieta en el suelo con una sonrisa astuta decorando mi rostro. No tenía que luchar con el cuerpo, podía luchar con la mente.

 

—?Que alguien la ate! —gritó un pixie desde arriba—. ?Está invocando una línea!

 

—?Rachel! ?Para! —gritó una mujer, y yo sacudí la cabeza al escuchar aquella voz familiar.

 

—?Ivy? —gorjeé. Mi aliento vaciló al verla sentada contra la pared, con una mano presionándose el cuello y pálida por la pérdida de sangre. La razón intentaba abrirse paso en mi cerebro, pero un sentimiento de poder embriagador la apartaba. Los hombres estaban de pie entre la puerta y yo. La mujer del suelo no era suficiente para vencer las demandas de la maldición.