La voz de Quen estaba vacía cuando dijo:
—Porque para hacerlo es necesaria una maldición demoníaca.
Edden se quedó callado durante un momento y yo salté al sentir como su pu?o golpeaba mi burbuja.
—?Rachel! —exclamó y luego volvió a soltar un taco cuando su pu?o chocó con mi burbuja de nuevo—. ?Sal de ahí ya!
Pero yo no podía ni quería parar. Me llevé un dedo al cuello sangrante, del que casi me había olvidado y, utilizando la sangre, dibujé una figura sobre la vela negra apagada. Todavía no sabía qué figura representaba y ahora nunca lo sabría. Sentí el dolor del silencio cuando los médicos que estaban arrodillados delante de Ivy bajaron la cabeza mientras recogían sus cosas lentamente.
Me cayeron las lágrimas y empecé a enfadarme. Toqué los círculos entrelazados deseando que la energía los llenase. Ni siquiera necesitaba utilizar mi palabra de activación… ocurría tal y como yo lo deseaba.
Edden volvió a decir palabrotas cuando las burbujas manchadas se elevaron a mi alrededor y me pregunté si sabría que los arcos de oro donde se cruzaban los círculos conformaban supuestamente el aspecto que debería de tener mi alma.
—?Esto la matará? —susurró Trent.
Averigüémoslo, pensé con amargura, sin creerme que pudiese soportar el poder de una maldición demoníaca. Y cuando me matasen (cosa que harían por practicar magia demoníaca dentro de un edificio público y delante de testigos oculares), el poder de la maldición moriría conmigo. Problema solucionado. Excepto que una peque?a parte de mí sí quería vivir. Maldita sea, la esperanza es un dios cruel.
Con dedos todavía temblorosos, me arrodillé en mi peque?o espacio y junté las manos, deseando que me volviesen a la memoria las palabras de activación. Y vinieron. Exhalé y dije con dureza:
—Animum recipere.
Quen contuvo el aliento y apartó a Trent hacia atrás.
El poder de la maldición fluyó en mi interior, cálido como los rayos del sol. Me quedé rígida cuando el aroma a ámbar quemado me cubrió, agridulce como el chocolate puro. Sentaba bien. Sabía dulce. Mis pensamientos aullaban de desesperación. ?En qué co?o me he convertido?
Con la mandíbula apretada, me arrodillé bajo la mesa, levantando los ojos cerrados y conteniendo el aliento ante las sensaciones. Me sentía bien, y eso no era bueno. El poder de la creación salió del foco y entró en mí; lo sentí como algo familiar y acogedor. Cantaba, me tentaba, susurraba detrás de mis ojos la lujuria de la persecución, la alegría de la captura, la satisfacción del asesinato. En mi interior surgió la necesidad de dominar. Recordé el tacto de la tierra debajo de mis patas y el aroma del tiempo en la nariz, llenando mis recuerdos, haciéndome querer más.
Y esta vez, en lugar de negarlo, lo acepté.
—Non sum qualis eram —dije amargamente, llorando lágrimas de ira que salían de mis párpados cerrados. Tomaría la maldición en mi interior y allí la guardaría. Todo terminaría. No había razón para no hacerlo.
Sentí que se apagaba la vela blanca y, al abrir los ojos, vi un rastro fino de humo que me mostraba el camino perdido a la eternidad. Había colocado la vela con la palabra de protección, pero estaba fuera de su alcance. Nada podía protegerme. El foco estaba vacío y la maldición estaba en mi interior, latiendo como un segundo corazón, reptando por mi aura y nublándome la vista. Podía sentirla, viva como una conciencia gemela junto a la mía. Pero todavía no había terminado. Todavía tenía que sellar la magia.
Me invadió un impulso intenso de marcharme, creado por la maldición. Apreté los dientes y me obligué a quedarme quieta, encadenando la segunda consciencia con mi voluntad. Pero me combatió y se deslizó más abajo cuando luché por mantenerlas separadas. Con los ojos fijos en la vela negra, deseé que se apagase. La luz desapareció con un puf. La necesidad de correr que me producía la maldición se hacía cada vez más fuerte. Me empezaron a temblar las manos de forma descontrolada. Mi cabeza, que estaba inclinada, giró hacia la vela dorada. Esto sellaría la maldición en mi interior para que no pudiese desenmara?arse. Tembló con un viento que solo pude sentir yo y, entonces, tan delicada y sorprendente como un ala de mariposa sobre una mejilla, se apagó. La última vela negra se encendió. La maldición había sido invocada de nuevo.
Solté un gemido y me sentí mareada. Estaba hecho. Yo era una maldición demoníaca. Podía sentirla dentro de mí, sentir el veneno filtrarse en mi mente desde mi alma. Ahora lo único que quedaba era ver si me mataría.