—Estoy segura. —Me coloqué al hombro el bolso, metí el foco debajo de un brazo y me dirigí al altar. Jenks subió a las vigas y mi presencia empezó a levantar susurros. La flor y nata de Cincy me estaba mirando y, manchando con las botas los pétalos de flores, recé para no resbalar con ellos y caerme de culo.
El sacerdote se rindió, dejó de intentar recordar por dónde iba y rebuscó en la Biblia su chuleta. La mandíbula le temblaba mientras intentaba actuar con normalidad. Que me estuviese ignorando era muy significativo. Quen inclinó la cabeza en mi dirección y, cuando la voz del sacerdote se detuvo, Trent se giró.
Vale. Lo admitiré. Estaba absolutamente impresionante con su esmoquin blanco y su hermoso y casi translúcido pelo perfectamente peinado con las puntas moviéndose con la leve brisa. Elegante y lustroso, me lanzó aquella mirada de odio. Desde la orquídea negra que llevaba en el ojal hasta sus calcetines bordados, era la culminación de la elegancia y el poder elitista. Y, por la mirada encolerizada que vestían sus ojos, estaba realmente enfadado. Ellasbeth se dio la vuelta con él, el ruido que hizo su elaborado vestido con cola se escuchó en toda la creación. Si Trent estaba impresionante, ella lo estaba elevado a la enésima potencia; su belleza fría estaba cubierta de un maquillaje perfecto y su cuerpo con un vestido exquisito. Sus marcados pómulos estaban ligeramente sonrojados y pensé maravillada en el maquillador que había conseguido ocultar su moreno y darle una belleza de porcelana. Sin embargo, su pelo parecía una imitación barata del de Trent, sobre todo a la luz de las velas.
La dama de honor llevaba aquel horrible vestido verde y yo la miré como pidiendo disculpas. Imaginaba que Ellasbeth habría escogido ese.
—Siento llegar tarde —dije con naturalidad y con una voz fuerte en medio del expectante silencio—. Se retrasó el autobús. El tráfico, ya saben. —Dejé el foco disfrazado de regalo de boda sobre los escalones, me quité del hombro el bolso y me puse detrás de la dama de honor, juntando las manos con recato. Sí. Ya.
—Rachel —dijo Trent, soltándole la mano a Ellasbeth.
—No, no. Continuad —dije, haciendo gesto para que la gente se callase, aunque por dentro estaba más acelerada que un pixie hasta las orejas de azufre psicotrópico—. Ya estoy lista.
Los labios pintados de Ellasbeth estaban fruncidos. Le habría quedado bien un velo, pensé, y luego reflexioné con desprecio sobre mi propio maquillaje, puesto casi en el último minuto. Mirándome con sus intensos ojos verdes, cogió del brazo a Trent y me dio la espalda con hombros temblorosos. El sacerdote se aclaró la voz y lo retomó donde lo había dejado, hablando de la devoción, la comprensión y el perdón. Dejé de escucharlo. Tenía que conseguir calmar mi pulso; puede que tuviese que estar allí un rato.
La catedral estaba hermosa y el aire cerrado olía ligeramente a saúco. Había flores por todas las superficies planas y también en algunas en vertical, con peque?os ramos atados a los lazos. Había parras exóticas y lirios, pero a mí me gustaban más las flores más sencillas. Las vidrieras de fama mundial estaban enmudecidas por la niebla y la luz de la luna y las sombras de los árboles cercanos se movían contra ellas, cual dragones, debido a la brisa. Las velas parpadeaban y la voz suave del sacerdote era como polvo con resonancia.
Parpadeé al darme cuenta de que Al me estaba lanzando miraditas a través de la futura pareja. A su lado estaba Quen, con mala cara. Llevaban unos fantásticos esmóquines negros que parecían uniformes de gala de una opereta espacial de los ochenta. Nerviosa, me atusé el vestido. Me lo había manchado y deseaba tener un ramo para esconder la mancha, pero eso pasa por llegar tarde.
Fijé mi atención en los invitados y vi a Jenks brillando en las vigas. Estaba despidiendo mucho polvo y Takata estornudaba con el haz de luz artificial que estaba formando.
—Salud —le dije en voz baja, y él levantó sus pobladas cejas. La estrella de rock de mediana edad parecía preocupada, pero la mujer lobo llena de cicatrices que estaba a su lado, Ripley, su batería, estaba divirtiéndose. Gracias a Dios, Takata iba con un traje y no con aquella monstruosidad naranja que llevaba puesta la única vez que lo había visto. Incluso se había arreglado su mara?a de rizos rubios y me fijé en el amuleto que llevaba al cuello, que era como lo había conseguido.
Miró a la congregación y luego me dijo, moviendo los labios:
—?Qué estás haciendo?
—Trabajando —respondí yo sin emitir un solo sonido.