—?Qué estás haciendo aquí? —me espetó, y yo me detuve en seco, confundida.
Me quedé allí de pie durante un momento viendo los coches pasar, intentando ordenar mis ideas.
—Piscary nos ha desahuciado —dije. Jenks hacía ruido con las alas mientras revoloteaba—. ?Qué ha ocurrido? —dije se?alando su club, que ahora estaba sobre la acera.
—??Y tú qué crees que ha ocurrido!? —me gritó mientras miraba el silencioso restaurante—. El muy hijo de puta me ha largado. Me ha largado y le ha dado mi última sangre a alguien.
Que Dios nos proteja. ?Su última de sangre? ?En plan: ?Aquí lo tienes, diviértete chupándole toda la sangre hasta matarlo??
Con el pulso cada vez más rápido, me eché hacia atrás cuando Kisten se abalanzó sobre los fragmentos de su club de baile. Con su fuerza vampírica, lanzó una silla contra la puerta principal y el metal fue dando tumbos y se detuvo cerca de la entrada. El viento del río cercano me movía la trenza y sentí frío a pesar de las dos camisas que llevaba puestas.
—Kisten —dije asustada—, todo irá bien.
Pero mi confianza se desvaneció cuando se giró hacia mí con los hombros hundidos y un miedo y un odio oscuros como la boca del lobo en los ojos.
—No —dijo con un tono áspero—. No irá bien. Me ha regalado a alguien para darle las gracias por algo. Para que me mate. Por diversión. ?Y nadie lo detendrá porque es un puto dios!
La corriente que levantaron las alas de Jenks me hizo cosquillas en el cuello, y sentí como me atravesaba el corazón una sensación de miedo. En los ojos de Kisten había muerte.
La muerte le estaba esperando, allí bajo el sol. Di otro paso hacia atrás sintiendo que se me secaba la boca. Kisten metió la mano en un bolsillo de cuero de la mesa de billar y sacó la bola del cinco.
—Cuando Ivy dice que no, la alaban por su fuerza de voluntad —dijo con un tono amargo, levantándola a modo de experimento—. Cuando yo digo que no, ?me echan a la puta calle de una patada! —Y tras emitir un gru?ido, lanzó la bola, que cruzó a toda velocidad el aparcamiento casi sin ser vista—. ?Que te den por culo, cabrón! —gritó, y se rompió una ventana en el piso superior.
Jenks me dio un susto al posarse en mi hombro.
—?Rachel? —dijo, vertiendo polvo dorado sobre mí—. Márchate. Por favor, métete en el coche y márchate.
Tragué saliva y di un paso dubitativo hacia delante mientras Kisten buscaba otra bola de billar.
—?Kisten? —susurré, asustada al ver su estado de ánimo. Nunca lo había visto tan mal—. Vamos —dije, estirando el brazo para agarrarle el suyo—. Tenemos que irnos.
Jenks se apartó de mí y Kisten se quedó inmóvil cuando tiré de él. Con una cara inexpresiva, se dio la vuelta congelándome con sus ojos negros que brillaban bajo su flequillo te?ido de rubio. Lo solté sintiendo que había cometido un error.
—Tenemos que marcharnos —dije, preocupada porque pudiese salir alguien.
—?Ir adonde? —dijo con una risa áspera que no era nada propia de él—. Estoy muerto, Rachel. En cuanto se ponga el sol alguien va a matarme. Tan lentamente como aguante. Le he dado todo a ese cabrón y ahora no… —Se le quebró la voz, y el miedo y el dolor atravesaron su rostro—. Lo hice todo por él —dijo, y la traición empa?ó su ira—. ?Saqué un montón de beneficio de su bar cuando perdió su LPM y ahora no me quiere ni tocar!
Su ira y su desesperación encontraron liberación en un movimiento de angustia controlada y Kisten lanzó otra bola de billar. Yo retrocedí y casi tropiezo con los restos de su juego de luces.
—?He hecho más con su maldito negocio después de que perdiese la LPM que él en todo el maldito a?o pasado! —gritó, y la bola hizo un ruido hueco al impactar a la izquierda de la luna de una ventana—. ?Ni siquiera ha mirado los libros! —dijo Kisten, lanzando una tercera bola, y a mí se me aceleró el pulso al ver como atravesaba la pared—. ?No le importa una mierda! —dijo encolerizado, y la bola del ocho golpeó la ventana.
Yo me quedé boquiabierta cuando se deshizo por completo y una sombra se acercó para ver qué estaba pasando.
Kisten se giró y se apoyó sobre la mesa de billar, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados de inclinación sobre un montón apilado de mesitas redondas. Al otro lado de los escombros, los coches pasaban ajenos a todo.
—No miró los libros —dijo suavemente, como si intentase comprenderlo—. Pensé que eso significaría algo.
El crujido de la puerta del restaurante al abrirse hizo que saltase una alarma en mi interior. El miedo a lo que estaba por venir venció al que me producía el estado de Kisten y le tiré del brazo. El olor a sangre vieja se mezcló con su habitual aroma a cuero.
—Entra en el coche. Kisten, ?métete en mi coche!