—Pon un coche en casa de mi madre —le pedí y, cuando asintió, metí el papel del desahucio en el bolso, busqué las llaves y se las lancé—. Cabrón —murmuré mientras las cogía al vuelo.
—Esta es mi chica —dijo mientras miraba las llaves con dise?o de cebra—. Las recuperarás cuando vayas a clase.
Abrí la puerta de la iglesia y me puse en jarras.
—Si vuelves a llamarme tu chica una sola vez más convertiré tus gónadas en ciruelas y haré mermelada con ellas.
Glenn se metió en el coche riéndose.
Cuando hube entrado en el vestíbulo oscuro, empujé la pesada puerta para cerrarla, haciendo temblar el montante de abanico que había encima de la puerta. Con el bolso pegado a mí, entré apresurada en el santuario y me dirigí al escritorio. Abrí y cerré cajones hasta que encontré mi otra copia del juego de llaves. Tenía las mismas que la otra y además la llave que abría la caja fuerte de Ivy y una copia de la del apartamento de Nick que nunca llegué a tirar. Dios sabrá por qué.
Sonreí con malicia y satisfacción mientras metía las llaves en el bolso y me acercaba a la ventana lateral para ver que se marchaba Glenn. El rojo de la vidriera le daba al exterior un aspecto irreal, como siempre jamás.
—?Jenks! —chillé al ver alejarse el coche—. Si puedes oírme, ponte tu mejor traje. Tenemos que besar un culo muy importante.
30.
Esto no es lo mismo, me dije a mí misma agarrando con fuerza y con las dos manos el volante de mi descapotable mientras sentía el viento mover unos mechones de mi trenza. Aquello no se parecía en nada a la noche en la que había intentado cazar a Piscary el a?o pasado. En primer lugar, esta vez Jenks estaba conmigo. Tampoco estaba furiosa… no tanto como para que me llegase a cegar. Todavía quedaban unas horas de día… aunque tampoco es que fuese tan importante. Jenks estaba conmigo. Tenía una bonita ofrenda de paz con la que comprar mi vida y, por último, Jenks estaba conmigo.
Puse el intermitente y giré rápidamente hacia la izquierda, en dirección a la ribera, al contrario del tráfico fluido. Tenía amigos en Pizza Piscary's, pero Piscary había vuelto y no me ayudarían. Jenks era mi esperanza ahora que el foco estaba de verdad en la oficina de correos, perdido en medio de la burocracia humana, tan profunda y celosamente guardado que ni siquiera la SI podría encontrarlo. Su presencia significaba para mí más que mi pistola de bolas, que llevaba cargada a rebosar dentro de mi bolso. También llevaba un amuleto contra el dolor invocado y colgado del cuello por fuera de la camisa para que no hiciese efecto hasta que lo necesitase. Y tenía la sensación de que iba a necesitarlo.
Aparte de eso, casi no llevaba ningún amuleto de magia terrenal. Sin embargo, tenía un montón de energía de líneas luminosas entretejida en la cabeza y unas tenazas para las u?as de tama?o industrial que se podrían utilizar hasta con un elefante, y que esperaba que fuesen lo suficientemente fuertes como para cortar una brida anti líneas luminosas. Pero todas mis esperanzas residían en Jenks. El marcaría la diferencia entre salir de allí con vida o pasarme una eternidad de muerte con Piscary o con Al.
Esa era mi mejor opción. Trent sabía que yo tenía el foco. Los de la SI no eran tan torpes como para no haberse dado cuenta de que todavía estaba en mis manos. Quería que Piscary me protegiese de todos ellos. Dios mío, ?cómo he llegado a esto?
La brisa que entraba por la ventana movía las alas de Jenks. Estaba sentado en el espejo retrovisor mirando hacia atrás mientras pensaba, con la mirada distraída, en el futuro. Tenía cara de preocupación. No tenía ni una pizca de rojo, símbolo de su determinación. Si perdíamos el jardín, el estrés podría hacer caer a Matalina en una espiral descendente. Me costaría evitar que intentase matar a Piscary si la situación se ponía realmente difícil. Pero de ser así, matar a Piscary sería la única forma de sobrevivir.
No quería hacer eso. El vampiro no muerto era la única persona que conocía que podía mantener a salvo el foco hasta que pudiese ser escondido de nuevo.
Al ver la tristeza de Jenks, tomé aire para preguntarle sobre su ropa. Nunca la había visto: era una especie de combinación entre el uniforme negro de Quen y los pliegues al aire de la túnica de un jeque del desierto. Pero Jenks me miró a los ojos y me hizo callarme.
—Gracias, Rachel —dijo con las alas totalmente inmóviles—. Por todo. Quiero decírtelo por si acaso ninguno de los dos salimos de esta con vida.