—Jenks… —me dispuse a decir, pero él me interrumpió haciendo un ruido agudo con el ala.
—?Cierra el pico, bruja! —me espetó, aunque sabía que no estaba enfadado—. Quiero darte las gracias… Este último a?o ha sido el mejor de mi vida. Y no solo para mí. Ese deseo de esterilidad que recibí de ti probablemente es la razón por la que Matalina consiguió superar el pasado invierno. El jardín y todo eso lo tengo por trabajar contigo. —Jenks tenía la mirada distante—. Aunque arrasen todo, quiero que sepas que ha valido la pena. Mis hijos saben que es algo que se puede conseguir si te arriesgas y si trabajas duro. Que podemos trabajar en el sistema que vosotros, los gigantones, habéis construido. En realidad, eso es lo único que un padre necesita darles a sus hijos. Eso y ense?arles a amar a alguien con toda el alma.
Esto sonaba como una última confesión y yo aparté la mirada del coche que estaba frenando delante de nosotros para mirarlo.
—Por Dios, Jenks. Todo saldrá bien. Le daré el foco a Piscary y él cancelará el desahucio. Y cuando todo el mundo sepa que él tiene esa cosa, la vida volverá a la normalidad. Matalina estará bien.
él no dijo nada. Matalina no iba a estar bien pasase lo que pasase en las próximas veinticuatro horas. Pero, maldita sea, haría lo que pudiera para que sobreviviese al próximo invierno. Ella no iba a hibernar y arriesgarse a no despertar, eso seguro.
Jenks dejó caer las alas, cogió un trozo de tela y pulió su espada. Mejor. No me estaba gustando la conversación y la tristeza de Jenks me estaba haciendo doler el estómago. Deseé que volviese a ser más grande para poder darle un abrazo.
Entonces me di cuenta y me quedé helada. Esa incapacidad para tocar era algo con lo que Ivy tenía que vivir a diario. No podía tocar a nadie que le importase sin que se impusiese su sed de sangre.
Estamos todos bien jodídos.
Me obligué a mí misma a dejar de mirar el parachoques del tío que tenía delante. Piscary estaba muy cerca y quería salir de la carretera antes de que la SI me encontrase. Estaban sospechosamente ausentes y me pregunté si me estarían observando desde cierta distancia para ver si había ido a buscar el foco a casa de alguien. Supongo que enviarlo por correo no había sido la idea más inteligente, pero no podía meterlo en las taquillas de un autobús, y dárselo a Ceri habría sido un error. La humanidad había mantenido con tenacidad el control del sistema de correos e incluso Piscary se pensaría dos veces molestar a un empleado sobrecargado de trabajo que pudiese volverse loco. Hay algunas cosas en las que ni un vampiro se metería.
Empezaron los temblores de miedo y las alas de Jenks se movían con rachas de furia cuando entramos en el aparcamiento de Piscary. Sí, el plan parecía bueno sobre el papel, pero puede que Piscary estuviese más cabreado de lo que yo pensaba por haberlo metido en la cárcel. Que entonces yo me estuviese limitando a hacer mi trabajo no serviría de explicación para él.
Nerviosa, examiné la zona. Había unos cuantos coches arremolinados en torno a la entrada de la cocina que, evidentemente, no eran de los jefes. No vi la bicicleta de Ivy, pero había un montón de cosas amontonadas sobre la acera. Eran los paneles que en su día cubrían las ventanas del piso de arriba y las mesas y los taburetes altos y modernos que Kisten había puesto. Todo aquello formaba ahora un muro de metro y medio entre el aparcamiento y la calle, esperando a que alguien lo recogiese. Al parecer, Piscary estaba haciendo reformas.
Abrí los ojos del todo y levanté el pie del acelerador al darme cuenta de que el juego de luces de Kisten estaba entre el montón, con el andamiaje doblado y, retorcido como si lo hubiesen arrancado del techo sin miramientos. Los focos de colores estaban aplastados y la mesa de billar estaba inclinada encima de ellos.
—Rache —dijo Jenks, asustándome—, ese montón de basura se acaba de mover.
Me invadió el miedo y el corazón me dio un vuelco. Era Kisten, sentado en el bordillo entre la monta?a de escombros. Su pelo rubio brillaba bajo la luz del sol y lo vi tirar algo sobre el montón que produjo un ruido metálico. Parecía arrugado con su camisa de seda roja y sus pantalones negros de lino. Desechado.
—Oh, Dios mío —susurré. él levantó la cabeza mientras yo giraba el coche para dejarlo orientado hacia a la salida y aparcaba pisando las líneas desdibujadas. Sus ojos estaban totalmente negros y llenos de furia… un odio supremo mezclado con la traición y la frustración.
—Rachel, quizá deberías quedarte en el coche.
Con el corazón a mil, busqué la manilla de la puerta y Jenks salió disparado delante de mí, agresivo y desconfiado. Kisten se puso de pie y, sin apagar el coche, miré el oscuro restaurante y las ventanas superiores que daban al aparcamiento. Lo único que se movía era un trozo de papel clavado en la puerta. Preocupada, me acerqué a él con mis botas de patear culos taconeando al caminar.
—?Kisten?