Por unos demonios más

—Qué raro —dijo Jenks—. Un hermano. Yo tenía veinticuatro cuando me marché de casa.

 

Con la vista empa?ada, apreté la tapa del esmalte de u?as pensando que cuando se había ido de casa fue como si ellos hubiesen muerto. él sabía que era un viaje de solo ida a Cincy. Era más fuerte que yo.

 

—Ay —chillé cuando alguien me tiró demasiado fuerte del pelo. Me llevé la mano a la cabeza y me giré, y los pixies se marcharon formando un remolino de seda y polvo. La pintura de u?as todavía no estaba seca, así que me quedé quieta.

 

—De acuerdo, ?largaos! —dijo Jenks con tono de autoridad—. Todos. Ahora id a jugar. Venga. Jeremy, ve a ver cómo está tu madre. Yo me ocuparé del pelo de la se?orita Morgan. ?Vamos!

 

Los tres echaron a volar entre quejas y Jenks hizo un gesto con el dedo. Todavía protestando, volaron de espaldas hacia la mosquitera, hablando todos a la vez, pidiendo perdón y rogando, apretando las manos y haciendo gestos tristes con sus hermosas caritas que me hicieron pedazos el corazón.

 

—?Fuera! —ordenó Jenks, y fueron saliendo uno a uno al jardín. Alguien se rio y luego se marcharon.

 

—Lo siendo, Rache —dijo Jenks poniéndose detrás de mí—. Estate quieta.

 

—Jenks, no pasa nada. Me lo voy a quitar.

 

—Aparta las manos del pelo —murmuró—. El esmalte todavía no está seco y no vas a salir con una trenza hecha a medias. ?Crees que no sé hacer trenzas? Por los zapatitos rojos de Campanilla, si podría ser tu padre.

 

No era cierto, pero puse las manos sobre la mesa y me recosté, sintiendo peque?os tirones mientras terminaba lo que sus hijos habían empezado. Solté un gran suspiro y Jenks me preguntó:

 

—Y ahora, ?qué? —dijo con un tono inusualmente brusco para ocultar la vergüenza que le daba estar peinándome. El sonido de sus alas era agradable y olía a hojas de roble y a sauco.

 

Miré el lugar vacío de Ivy y el sonido de sus alas descendió en entonación.

 

—?Vas a ayudarla a escapar? —preguntó con voz suave.

 

Había llegado a las puntas de mi melena y yo me incliné lentamente hacia delante y apoyé la cabeza en los brazos doblados.

 

—Estoy preocupada, Jenks.

 

Jenks carraspeó en se?al de desaprobación.

 

—Por lo menos no se ha ido porque mordieras a Kisten.

 

—Supongo —dije, recibiendo de vuelta el calor de mi propio aliento rebotado en la vieja madera.

 

Hubo un tirón final y Jenks alzó el vuelo y luego se posó en la mesa delante de mí. Yo me erguí y sentí el peso de mi trenza. él hizo una mueca.

 

—Puede que no quiera dejar a Piscary.

 

Levanté la mano y la dejé caer en se?al de frustración.

 

—Entonces, ?se supone que he de dejarla allí?

 

Jenks se sentó con las piernas cruzadas y aire cansado junto a mi abandonada taza de café.

 

—A mí tampoco me gusta la idea, pero es un se?or de los vampiros quien la protege.

 

—Y quien le anda jodiendo la cabeza. —Molesta, me froté una u?a y alisé una muesca antes de que el esmalte acabase de secarse.

 

—?Crees que eres lo suficientemente fuerte como para protegerla? ?Contra un se?or de los vampiros no muerto? —preguntó Jenks.

 

Recordé la conversación que había tenido con Keasley en el jardín.

 

—No —susurré mirando el reloj. ?Dónde demonios está Glenn?

 

Jenks agitó las alas y se elevó unos centímetros, todavía con las piernas cruzadas.

 

—Entonces deja que se vaya por sí misma. Estará bien.

 

—?Maldita sea, Jenks! —él empezó a reírse, cosa que me cabreó—. Esto no tiene nada de gracioso —dije y, sonriendo, Jenks se posó en la mesa.

 

—Tuve esta misma conversación con Ivy sobre ti en Mackinaw. Estará bien.

 

Yo miré el reloj.

 

—Si no es así, lo mataré.

 

—No, no lo harás —dijo Jenks, y yo lo miré. No, no lo haría. Piscary mantenía a Ivy a salvo de los depredadores. Cuando viniese a casa, le haría una taza de cacao, la escucharía llorar y esta vez sí la abrazaría y le diría que todo iba a salir bien. La cultura vampírica es un asco.

 

Se me vinieron lágrimas a los ojos y salté cuando sonó el timbre de la puerta principal.

 

—Ahí está —dije. Rocé el suelo con la silla al levantarme y tiré hacia arriba de los vaqueros para ponerlos en su sitio.

 

Las alas de Jenks eran un zumbido atenuado y yo cogí el teléfono y lo metí en el bolso. Entonces pensé en Piscary y metí también la pistola de bolas. Luego pensé en Trent y metí dentro también el foco. Comprobé que no me había estropeado las u?as, cogí el frasco y finamente el tomate.

 

—?Listo, Jenks? —dije con una alegría forzada.

 

—Sí —dijo él, y luego chilló—: ?Jahn!

 

El formal pixie entró tan rápido que estaba segura de que había estado escuchando tras la ventana.

 

—Cuida de tu madre —dijo Jenks—. ?Sabes utilizar mi teléfono?

 

—Sí, papá —dijo el pixie de ocho a?os, y Jenks le puso una mano en el hombro.