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La habitación del primer piso que el conde de Saint Gerrnain había elegido como despacho en Temple era peque?a y, para el gran maestre de la logia de los Vigilantes, aunque rara vez visitara Londres, parecía extremadamente modesta. Había una pared totalmente cubierta por una estantería llena de libros que llegaba hasta el techo, y delante un escritorio y dos sillones tapizados con la misma tela, que también era la de las cortinas. Aparte de eso no había ningún mueble. Fuera brillaba el sol de septiembre, y la chimenea no estaba encendida; de todos modos, hacía bastante calor en el cuarto. La ventana daba a un peque?o patio interior con una fuente, que todavía existía en nuestra época. Tanto la repisa de la ventana como el escritorio se hallaban cubiertos de papeles, plumas, velas para sellar y libros, muchos de ellos amontonados en pilas inestables que amenazaban con derrumbarse y volcar los tinteros abandonados por todas partes entre el desorden de objetos. Era una habitacioncita agradable, y además no había nadie dentro; sin embargo, al entrar en ella se me erizaron los pelos de la nuca.
Un malcarado secretario con una peluca blanca a lo Mozart me había conducido hasta aquí y, tras decir: ?Seguro que el conde no la hará esperar mucho rato?, había cerrado la puerta a mi espalda. No me había hecho ninguna gracia separarme de Gideon, pero él, después de dejarme en manos del Vigilante malcarado, parecía de muy buen humor y, como alguien que conoce bien el lugar que pisa, había desaparecido por la puerta más próxima.
Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera, al silencioso patío interior.
Todo se hallaba muy tranquilo, pero, aún así, no podía deshacerme de la desagradable sensación de que no estaba sola. ?Tal vez —pensé—, alguien me está mirando a través de la pared, detrás de los libros. O del espejo colgado sobre la repisa de la chimenea, como en las salas de interrogatorio de la policía criminal?.
Durante un rato, me quedé ahí plantada, sintiéndome incómoda; pero luego pensé que el observador oculto se daría cuenta de que me sentía observada si seguía quieta sin hacer nada, rígida como un palo, de modo que cogí el libro de encima de una pila que había. Marcellus, De medicamentis. Muy bien. Por lo visto, el tal Marcellus, fuera quien fuese, había descubierto algunos métodos médicos poco corrientes y los había recogido en ese librito. Encontré un bonito apartado que trataba de la curación de las enfermedades de hígado. Solo había que coger un lagarto verde, sacarle el hígado, envolver el hígado extraído en un pa?o rojo o en un trapo negro por naturaleza (?? negro por naturaleza??) y colgarle el trapo o el pa?o al enfermo en el costado derecho. Si entonces, además, se soltaba al lagarto y se le decía: ?Ecce dimitto te vivam...?, y algunas otras cosas también en latín, el problema estaba solucionado. Faltaba saber si el lagarto aún podría salir corriendo después de que le hubieran sacado el hígado. Volví a cerrar el libro. Estaba claro que ese Marcellus estaba como una cabra. El último libro de la pila de al lado estaba encuadernado en cuero marrón oscuro y era muy grueso y pesado; por eso lo dejé sobre la pila para hojearlo. ?De todas las especies de demonios y la forma de obtener su concurso para provecho del mago y el hombre vulgar? aparecía en la portada en letras doradas, y aunque yo no era mago ni hombre vulgar, intrigada, lo abrí al azar por el medio. La imagen de un perro feísimo me observaba desde la página, y debajo ponía que era Jestan, un demonio del Hindú Kush que traía enfermedades, muerte y guerra. Jestan me cayó antipático desde el principio, y seguí hojeando el libro. Un personaje grotesco con unas protuberancias córneas en el cráneo (parecido a los klingon de las películas de Star Trek) me miró fijamente desde la página siguiente, y mientras yo le devolvía la mirada con cara de asco, el klingon bajó los parpados, se elevó del papel como el humo de una chimenea y rápidamente fue cobrando consistencia hasta materializarse a mi lado en la forma de una figura vestida de rojo que me miró desde arriba con unos ojos como brasas.
—?Quién osa invocar al poderoso gran Berith? —exclamó.
Naturalmente, me sentí algo intranquila, pera la experiencia me había ense?ado que, si bien los espíritus podían tener un aspecto peligroso y lanzar amenazas malignas, por regla general eran incapaces de mover una hoja. Y había que confiar en que ese tal Berith fuera solo un espíritu, una representación, condenada a permanecer en las páginas de ese libro, del auténtico demonio, que esperaba que hubiera abandonado hacía tiempo este mundo.
—Nadie te ha invocado —dije cortésmente pero con cierta indolencia.
—?Berith, Demonio de la Mentira, Gran Duque de los Infiernos! —se presentó Berith con voz resonante—. Llamado también Bolfri.