—?Ya le has oído tocar el violín alguna vez? Si no es así, me encargaré de ello; no hay nada mejor que la música para conquistar un corazón de mujer. —El conde miró so?adoramente al techo—. También era un truco de Casanova. Música y poesía.
Me estaba muriendo. Podía sentirlo claramente. Ahí donde había estado mi corazón, se extendía ahora un frío helado. Un frió que se propagaba deprisa por mi estómago, mis piernas, mis pies, mis brazos y mis manos hasta llegar a mi cabeza. Como en el tráiler de una película, los acontecimientos de los últimos días se desarrollaron ante mi ojo interno, acompa?ados por las notas de ?The Winner Takes it All?: desde el primer beso en ese confesionario hasta su declaración de amor poco antes en el sótano. Todo había sido una burda manipulación perfectamente ejecutada —excepto unos pocos intervalos en los que probablemente había sido de verdad el mismo—. Y ese condenado violín me había dado el golpe de gracia.
Aunque más adelante traté de rememorar ese momento, no conseguí recordar exactamente de qué habíamos hablado el conde y yo después; porque desde que aquel frío había invadido mi cuerpo, todo me importaba un bledo. Lo bueno fue que el conde llevó todo el peso de la conversación.
Con su suave y agradable voz, me habló de su ni?ez en la Toscana, de la mancha de su origen plebeyo, de sus dificultades para encontrar a su auténtico padre y de cómo se había interesado, ya desde muy joven, por los secretos del cronógrafo y de las profecías. Yo traté realmente de escucharle, aunque solo fuera porque sabía que Leslie querría que le repitiera luego cada palabra, pero mis esfuerzos fueron inútiles; mis pensamientos giraban solo en torno a mi propia estupidez. Y deseé estar sola para poder llorar por fin.
—?Marquis? —El secretario malcarado había llamado y había abierto la puerta—. La delegación del arzobispo está aquí.
—Oh, magnífico —exclamó el conde, y enseguida se levantó y dijo, gui?ándome un ojo—: ?Política! En estos tiempos sigue estando, en parte, determinada por la Iglesia.
Yo también me incorporé apresuradamente y me incliné en una reverencia —Ha sido un placer hablar contigo —dijo el conde—. Ya espero con ansia el momento de nuestro próximo encuentro.
Asentí confusa.
—Por favor dale recuerdos a Gideon de mi parte y hazle llegar mis disculpas por no haber podido recibirle hoy. —El conde cogió su bastón y se dirigió a la puerta—. Y si quieres que te dé un consejo: una mujer inteligente sabe ocultar sus celos. Si no, los hombres nos sentimos tan seguros...
Una vez más oí aquella risa suave y apagada, y luego me quedé sola.
Aunque no por mucho tiempo, porque unos minutos después llegó otra vez el secretario malcarado y dijo: —Si quiere hacer el favor de seguirme… Yo me había vuelto a dejar caer en el sillón y esperaba con los ojos cerrados a que llegaran las lágrimas, pero no querían aparecer. En realidad, tal vez fuera mejor así. En silencio volví a seguir al secretario hasta el pie de la escalera, y durante un rato nos quedamos allí plantados (yo pensando todavía en que me desplomaría y me moriría), hasta que el hombre dirigió una mirada preocupada al reloj de pared y dijo: —Llega con retraso.
En ese instante se abrió la puerta, y Gideon entró en el recibidor. Mi corazón olvidó por un momento que en realidad yacía destrozado en el fondo de un precipicio y palpitó unas cuantas veces muy deprisa en mi pecho. El frío que sentía en todo el cuerpo se vio desplazado por una terrible preocupación. Posiblemente podría haber achacado a lady Lavinia el desali?o de sus ropas, sus cabellos alborotados y sudados, sus mejillas encendidas y sus ojos enfebrecidos, pero es que además tenía un profundo corte en la manga, y las puntillas del pecho y de las mu?ecas estaban empapadas de sangre.
—?Está herido, sir! —exclamó espantado el secretario malcarado, quitándome las palabras de la boca. (Sin el ?sir?, claro)—. ?Ordenaré que traigan a un médico!
—No —dijo Gideon con un aire tan seguro de sí mismo que le habría abofeteado—. No es mi sangre. Al menos no toda. Ven, Gwen, tenemos que damos prisa. Me han retenido un poco.
Gideon me cogió de la mano y me arrastró hacia delante y el secretario nos acompa?ó escaleras abajo balbuceando unas cuantas veces por el camino: ?? Por Dios, sir! ?Qué ha ocurrido? ?No debería, el marquis…??, Pero Gideon replicó que no había tiempo para eso y que ya volvería a visitar al conde lo antes posible para prestarle un informe.
—A partir de aquí seguiremos solos —dijo cuando llegamos al pie de la escalera, donde estaban plantados los dos guardias con las espadas desenvainadas—. ?Por favor, salude al marquis de mi parte! ?Qui nescit dissimulare nescit regnare.? Los dos guardias nos dejaron pasar y el secretario se despidió con una inclinación. Gideon cogió una antorcha de su soporte y me arrastró de nuevo hacia delante.