El conde sonrió.
—Eso no tiene ninguna importancia.
La Anna Netrebko de segunda y el sobón acabaron su aria con un furioso último acorde, y el conde me soltó la mano para aplaudir.
—?No es fabulosa? Tiene verdadero talento, y es muy hermosa además.
—Sí —dije yo en voz baja, y también aplaudí, procurando que no quedara como ?bravo, bravo, hoy hay pastel de chocolate?—. Tiene su mérito hacer vibrar así a las ara?as.
El acto de aplaudir afectó a mi delicado estado de equilibrio y me tambaleé ligeramente.
Gideon me sujetó.
—Esto es alucinante —dijo enfadado, con los labios pegados a mi oreja—?No hace ni dos horas que estamos aquí y ya estás como una coba! ?Qué demonios crees que estás haciendo?
—Has dicho ?alucinante?, me chivaré a Giordano —reí entre dientes; de todos modos, en medio de aquel alboroto nadie podía oírnos—. Además, ahora ya no es momento para sermones. Te has despertado tarde —me interrumpió un hipido—. Hip. Perdón —miré alrededor—. Y los otros aún están más borrachos que yo, de manera que no me vengas con remilgos, por favor. Lo tengo todo bajo control. Puedes soltarme tranquilamente, me mantendré firme como una roca en medio de la tempestad.
—Gwendolyn, te lo advierto… —susurró Gideon, pero luego me soltó.
Para mayor seguridad, abrí un poco las piernas. Bajo la ancha falda nadie podía verlo.
El conde nos había observado con aire divertido. Su cara solo reflejaba una especia de orgullo paternal. Le dirigí una mirada furtiva y me obsequió con una cálida sonrisa que me llegó al alma. ?Por qué demonios me había inspirado tanto miedo antes? Tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar lo que Lucas me había explicado: que ese hombre le había cortado la garganta a uno de sus propios antepasados… Lady Brompton había vuelto a adelantarse corriendo y felicitaba a mister Merchant y a lady Lavinia por su actuación. Luego —antes de que miss Fairfax pudiera levantarse de nuevo—, pidió un fuerte aplauso para el invitado de honor de la soireé, un hombre cuya figura estaba envuelta en el misterio, el famoso y mue viajado conde de Saint Germain.
—Me ha prometido que hoy nos tocaría algo con su violín —dijo lord Brompton se acercó tan rápido como se lo permitía su voluminosa panza con un estuche de violín.
El público, cargado de ponche, bramó de entusiasmo. Era una fiesta superguay.
El conde sonrió mientras sacaba el violín del estuche y empezaba a afinarlo.
—Nunca me atrevería a defraudarlos, lady Brompton —dijo con tono amable —, pero mis viejos dedos ya no son tan hábiles como en otro tiempo, cuando interpretaba dúos en la corte francesa con el tristemente famoso Giacomo Casanova… y la gota me atormenta un poco estos días.
Un rumor de suspiros se elevó de entre el público.
—… y por eso esta noche quisiera ceder el violín a mi joven amigo —continuó el conde se?alando a Gideon.
Gideon parecía un poco asustado por la invitación, y al principio sacudió la cabeza; pero cuando el conde levantó sus cejas y dijo ?!Por favor!?, cogió el instrumento y el arco que le tendían esbozando una reverencia y se dirigió hacia la espineta.
El conde me cogió la mano.
—Y ahora nosotros dos nos sentaremos en el sofá y disfrutaremos del concierto, ?de acuerdo? Oh, no hay motivo para temblar. Siéntate, querida.
Tú no lo sabes, pero desde ayer por la tarde tú y yo somos grandes amigos.
Tuvimos una conversación muy, muy íntima y pudimos aparcar todas nuestras diferencias.
??Qué!?
—?Ayer por la tarde? —repetí.
—Desde mi punto de vista —dijo el conde—. Para ti, este encuentro aún se sitúa en el futuro —rió—. Como puedes ver, lo tengo bastante complicado.
Le miré perpleja. Pero en ese momento Gideon empezó a tocar y olvidé completamente lo que quería preguntar. ?Oh, Dios mío! Tal vez tuviera que ver con el ponche, pero, ?uau!, eso del violín era realmente sexy. Ya solo el modo en que lo sujetaba y se lo colocaba bajo la barbilla… No hacía falta que hiciera nada más para dejarme totalmente embobada. Sus largas pesta?as proyectaron sombras sobre sus mejillas, y el cabello le cayó sobre la cara cuando colocó el arco en posición y rozó las cuerdas con él. Las primeras notas que llenaron el espacio fueron tan dulces y delicadas que casi quedé sin aliento, y de pronto me vinieron ganas de llorar. Hasta ese momento los violines habían estado bastante abajo en mi lista de instrumentos favoritos —de hecho, solo me gustaban en las películas, para subrayar momentos especiales—; pero eso era sencilla e increíblemente bello, y no me refiero solo a la agridulce melodía, sino también al joven que la arrancaba del instrumento. Todos en la sala escuchaban conteniendo la respiración, y Gideon tocaba con una concentración absoluta, como si no hubiera nadie más allí.