Lancé una mirada a Gideon, que me dirigió una sonrisa de ánimo y nos siguió hacia el salón, al que se accedía directamente desde el vestíbulo por una puerta arqueada de doble batiente.
La palabra ?salón? me había sugerido la idea de una especia de sala de estar, pero el recinto en el que entramos casi podía compararse con nuestra sala de baile. En una gran chimenea en una de las paredes más largas ardía un fuego, y ante las ventanas con pesados cortinajes vi que habían colocado una espineta. Mi mirada se deslizó luego por las elegantes mesitas con patas salientes, los sofás tapizados de colores vivos y las sillas con brazos dorados. Todo el espacio estaba iluminado con cientos de velas, distribuidas por toda la habitación, que proporcionaban al recinto un brillo mágico, y el efecto era tan magnífico que por un momento me quedé muda de admiración. Por desgracia, las velas iluminaban además a un montón de personas desconocidas, y eso hizo que sintiera que, en medio del asombro (recordando las recomendaciones de Gideon habría apretado firmemente los labios para que no se me quedara la boca abierta por descuido), volvía a surgir el miedo. ?Se suponía que eso era una peque?a reunión íntima?
?Cómo sería el baile entonces?
No tuve tiempo de hacerme una idea más precisa del lugar donde me encontraba porque Gideon ya me arrastraba implacablemente hacia la multitud. Un montón de pares de ojos nos examinaron con curiosidad, y un instante después una mujer peque?a y gordita, que resultó ser lady Brompton, se dirigió apresuradamente hacia nosotros.
La se?ora de la casa llevaba un vestido con ornamentos de terciopelo marrón claro, y su cabello estaba oculto por una voluminosa peluca que, en medio de todas esas velas, parecía peligrosamente inflamable. Nuestra anfitriona tenía una sonrisa simpática y nos saludó con cordialidad.
Automáticamente yo me incliné haciendo una reverencia, mientras Gideon aprovechaba la oportunidad para dejarme sola —o se dejaba arrastrar por lord Brompton, lo que viene a ser lo mismo—. Y antes de que tuviera tiempo para decidir si tenía que enfadarme por aquello, lady Brompton ya me había enzarzado en una conversación sobre mi persona. Afortunadamente, volví a recordar el momento oportuno el nombre del lugar en donde yo —o Penelope Gray— vivía, y animada por su entusiasmada se?al de asentimiento, aseguré a lady Brompton que, si bien era un sitio muy pacífico y tranquilo muy pocas distracciones, y en ese sentido estaba convencida de que iba a disfrutar enormemente de mi estancia en Londres.
—Seguro que dejaréis de pensar eso cuando Genoveva Fairfax vuelva a ofrecernos su repertorio completo al pianoforte. —Una mujer con un vestido amarillo prímula se acercó a nosotras—. Al contrario, estoy bastante segura de que entonces echaréis de menos las distracciones de la vida del campo.
—?Chissst! ?Eso es muy poco educado, Georgina! —exclamó lady Brompton, pero al hacerlo rió entre dientes.
Mientras me miraba radiante, con aire conspirativo, de pronto me di cuenta de que en realidad era bastante joven. ?Cómo podía haberse casado con ese viejo saco de grasa?
—?Tal vez sea poco educado, pero es cierto!
La mujer de amarillo (?Incluso a la luz de la velas, un color tan poco favorecedor!) me comunicó, bajando la voz, que su marido se había dormido en la última soirée y hacía empezado a roncar ruidosamente.
—Eso no pasará hoy —me aseguró lady Brompton—. Esta noche tenemos aquí al fascinante y misterioso conde de Saint Germain, que luego nos solazará con su violín. Y Lavinia espera con ansia a que llegue el momento de cantar para nosotros a dúo con nuestro mister Merchant.
—Pero para eso tendrás que suministrarle ante una buena ración de vino — dijo la dama de amarillo dirigiéndome una gran sonrisa y ense?ando los dientes sin ningún problema al hacerlo.
Automáticamente le devolví la sonrisa del mismo modo. ?Ajá, lo sabía!
?Giordano no era más que un lamentable fanfarrón! La verdad es que esa gente era mucho más relajada de lo que había imaginado.
—Es pura cuestión de equilibrio —suspiró lady Brompton, y su peluca tembló un poco—. Demasiado poco vino y no cantará, demasiado vino y se pondrá a cantar canciones indecentes de taberna. ?Conocéis al conde de Saint Germain, querida?
Inmediatamente volví a ponerme seria y miré instintivamente alrededor.
—Hace unos días nos presentaron, sí —dije, y traté de dominar el casta?eo de mis dientes—. Mi hermano adoptivo… le conoce.
Mi mirada se detuvo en Gideon, que estaba cerca de la chimenea y en ese momento hablaba con una esbelta joven que llevaba un fabuloso vestido verde. Daba la sensación de que se conocían desde hacía tiempo. También ella reía de modo que se le podían ver los dientes. Y eran unos dientes bonitos, y no unos raigones medio podridos, como Giordano había querido hacerme creer.