Zafiro (Edelstein-Trilogie #2)

—Por desgracia, eso no está en mi mano, madame. Ven, querida, hay unas personas que quieren conocerte.

Todo el proceso de vestirme y peinarme había durado más de dos horas, y ya era media tarde cuando subimos a la Sala del Dragón, un piso más arriba. Mister George estaba inusualmente callado, y yo me concentré en no pisarme la orla del vestido en la escalera. Pensé en nuestra última visita al siglo XVIII y en lo difícil que sería escapar de unos hombres armados con espadas con esa voluminosa y pesada vestimenta.

—Mister George, ?podría explicarme, por favor, ese asunto de la Alianza Florentina? —pregunté siguiendo un impulso repentino.

Mister George se detuvo en seco.

—?La Alianza Florentina? ?Quién te ha hablado de eso?

—En realidad nadie —dije suspirando—. Pero de vez en cuando escucho alguna cosa. Solo pregunto porque.... tengo miedo. Fueron los tipos de la Alianza los que nos atacaron en Hyde Park, ?verdad?

Mister George me miró muy serio.

—Es posible, sí. Incluso probable. Pero no tienes por qué tener miedo. Creo que podéis descartar la posibilidad de que hoy se repita algo así. Junto con el conde y Rakoczy, hemos tomado todas las medidas de precaución imaginables.

Abrí la boca para decir algo, pero mister George se me adelantó:

—Está bien, ya que no vas a dejarme en paz hasta saberlo, te diré que efectivamente debemos partir de la base de que en el a?o 1782 existe un traidor entre los Vigilantes, tal vez el mismo hombre que ya en los a?os anteriores proporcionó informaciones que condujeron a los atentados contra la vida del conde de Saint Germain en parís, Dover y ámsterdam. —Se frotó la calva—. Sin embargo, en los Anales no se menciona el nombre de ese hombre. Aunque el conde consiguió desarticular la Alianza Florentina, el traidor en las filas de los Vigilantes nunca fue desenmascarado. Vuestra visita al a?o 1782 debe cambiar eso.

—Gideon opina que Lucy y Paul tenían algo que ver con ese asunto.

—Lo cierto es que hay indicios que sustentan esa suposición. —Mister George se?aló la puerta de la Sala del Dragón—. Pero ahora no tenemos tiempo para entrar en detalles. Escucha: pase lo que pase, tú quédate con Gideon.

Si tuvierais que separaros, escóndete en algún sitio donde puedas esperar con seguridad a tu salto de vuelta.

Asentí con la cabeza. Por algún motivo, de repente tenía la boca seca.

Mister George abrió la puerta y me cedió el paso. Pasé a su lado, rozándole con mi ancha falda, y entré en la habitación. La sala estaba llena de gente que me miraba, y la timidez hizo que inmediatamente me subiera la sangre a la cara. Aparte del doctor White, Falk de Villiers, mister Whitman, mister Marley, Gideon y el inefable Giordano, había otros cinco hombres con trajes negros y caras serias bajo el enorme dragón. Me habría gustado que Xemerius estuviera a mi lado para decirme cuál de ellos era el ministro del Interior y cuál el premio Nobel, pero el diamon había recibido otro encargo (no de mí, sino de Leslie; pero dejemos eso para más adelante).

—Caballeros, ?puedo presentarles a Gwendolyn Shepherd? —Supongo que era más bien una pregunta retórica, pronunciada en tono solemne por Falk de Villiers—. Es nuestro Rubí. El último viajero del tiempo en el Círculo de los Doce.

—Que esta noche viajará como Penelope Gray, pupila del cuarto vizconde de Batten —completó mister George.

Y Giordano murmuró:

—Que esta noche probablemente entrará en la historia como la Dama sin abanico.

Lancé una rápida mirada a Gideon. En efecto, su levita bordada de un color burdeos armonizaba maravillosamente con mi vestido. Para mi gran alivio, no llevaba peluca, porque si no seguramente, de puro nerviosismo, habría estallado en una carcajada histérica: pero en su aspecto no había nada risible. Sencillamente estaba perfecto. Tenía el cabello casta?o recogido en una trenza en la nuca y un rizo le caía como por descuido sobre la frente y le ocultaba hábilmente la herida. Como me ocurría tan a menudo, tampoco esta vez pude interpretar su mirada.

Luego tuve que estrechar la mano sucesivamente a cada uno de los caballeros desconocidos, que fueron pronunciando sus nombres (que me entraron por un oído y me salieron por el otro; Charlotte tenía toda la razón en lo referente a mi capacidad cerebral), a lo que yo fui murmurando algo así como ?Encantada de conocerle? o ?Buenas tardes, sir? en respuesta. En conjunto, podía decirse que eran unos contemporáneos francamente serios. Solo uno de ellos sonrió, y los otros me miraron como si estuvieran esperando a que les amputaran una perna. El que había sonreído sin duda era el ministro del Interior; los políticos son más generosos con las sonrisas, forma parte del oficio.

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