Zafiro (Edelstein-Trilogie #2)

—No, no es eso. Creo que sencillamente tiene mejores modales.

—Sí, y unos nervios más resistentes —dije yo. Por alguna razón me había quedado mirando fijamente la boca de Gideon—. Solo por si se te ocurre repetirlo cuando estemos por ahí en un confesionario y nos aburramos: ?la próxima vez no me cogerás por sorpresa!

—?Quieres decir que no dejarás que te bese otra vez?

—Exacto —susurré, incapaz de moverme.

—Lástima —dijo Gideon, y su boca se acercó tanto a la mía que sentí su respiración en mis labios.

Era consciente de que no me estaba comportando precisamente como si me tomara mis palabras en serio. Y, de hecho, no lo hacía. En realidad ya era mucho que no le echara los brazos al cuello. En cualquier caso, hacía tiempo que había pasado el momento de dar media vuelta o apartarle de un empujón.

Por lo visto, Gideon lo veía del mismo modo. Su mano empezó a acariciarme los cabellos, y entonces sentí por fin el suave roce de sus labios.

?And every breath we took was hallelujah?, cantó Bon Jovi en mis oídos.

Siempre me había encantado esa condenada canción, era una de esas que podía oír quince veces seguidas sin cansarme, pero ahora además probablemente quedaría ligada para siempre al recuerdo de Gideon.

Aleluya.





6


Esta vez nada nos molestó, no hubo saltos en el tiempo ni daimones gárgola descarados. Mientras sonó ?Hallelujah?, el beso siguió siendo muy dulce y delicado, pero después Gideon hundió las manos en mis cabellos y me atrajo hacia sí. Aquello ya no era un beso suave, y la reacción que me provocó me sorprendió a mí misma. De repente, mi cuerpo se volvió blando y ligero y mis brazos se colgaron con autonomía del cuello de Gideon. No tengo ni idea de cómo ocurrió, pero en algún momento de los siguientes minutos y sin dejar de besarnos aterrizamos en el sofá verde, y allí seguimos besándonos hasta que Gideon se sentó súbitamente y miró su reloj.

—Como he dicho, es una lástima que no pueda besarte más—dijo jadeando un poco. Tenía las pupilas enormes y sus mejillas habían enrojecido visiblemente.

Me pregunté qué aspecto debía de tener yo. Como provisionalmente había mutado en una especie de pudin humano, no estaba en condiciones de liberarme de mi posición recostada. Y constaté con horror que no tenía ni idea del tiempo que hacía que se había acabado el ?Hallelujah?. ?Diez minutos? ?Media Hora? Todo era posible.

Gideon me miró, y me pareció ver algo parecido a la perplejidad en sus ojos.

—Deberíamos recoger nuestras cosas—dijo finalmente—.Y deberías hacer algo urgente con tus cabellos; parece como si algún idiota se hubiera puesto a revolver en ellos con las dos manos y luego te hubiera tirado sobre el sofá…Sea quien sea el que nos espere sabrá que dos y dos son cuatro… Oh, por Dios, no me mires así.

—?Cómo?

—Como si ya no pudieras moverte.

—Es que no puedo —dije en serio—. Soy un pudin. Me has transformado en un pudin.

Una breve sonrisa iluminó por un instante el rostro de Gideon, y luego se puso en pie de un salto y empezó a guardar mis cosas en la cartera.

—Vamos, pudincito, levántate de una vez. ?Tienes un peine o un cepillo?

—En algún sitio ahí dentro —contesté con voz apagada.

Gideon sostuvo en alto el estuche de las gafas de sol de la madre de Leslie.

—?Aquí dentro?

—?No! —grité, y el pánico puso punto final a mi existencia como pudin.

Salté como movida por un resorte, le arranqué a Gideon el estuche con el cuchillo para verdura japonés y lo volví a tirar dentro de la cartera. Si Gideon se extra?ó, no lo pareció. Dejó la silla en su sitio junto a la pared y volvió a mirar su reloj, mientras yo sacaba el cepillo del pelo.

—?Cuánto tiempo nos queda todavía?

—Dos minutos —dijo Gideon, y recogió el iPod del suelo. No tenía ni idea de cómo había llegado allí. O cuándo.

Me cepillé el cabello nerviosamente.

Gideon me observaba con aire serio.

—?Gwendolyn?

—?Hum…?

Dejé caer el cepillo y le devolví la mirada con tanta tranquilidad como pude. ?Oh, Dios mío! Era increíblemente guapo. Una parte de mi cuerpo quería volver a transformarse en pudin.

—?Has…?

Esperé.

—?Qué?

—No, nada, no importa.

La conocida sensación de vértigo se extendió por mi estómago.

—Creo que ya empieza—dije.

—Sujeta bien la cartera. No debes soltarla en ningún momento. Y acércate un poco hacia aquí; si no, aterrizarás sobre la mesa.

Cuando me acercaba, todo se difuminó ante mis ojos, y una fracción de segundo después aterricé suavemente sobre mis pies, justo ante los ojos abiertos de par en par de mister Marley. La cara impertinente de Xemerius me observaba por encima de su hombro.

—Bueno, por fin —dijo Xemerius—. Ya llevo un cuarto de hora aguantando los soliloquios de este pelirrojo.

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