Zafiro (Edelstein-Trilogie #2)

La noche anterior me habían llevado a casa en una limusina; no conocía al chofer, pero el pelirrojo mister Marley se había encargado de acompa?arme y dejarme justo delante de la puerta.


No había vuelto a ver a Gideon, lo cual en realidad me parecía perfecto.

Ya tendría suficiente con so?ar toda la noche con él.

En la puerta de casa me había recibido mister Bernhard, el mayordomo de mi abuela, que como siempre se había mostrado cortés y absolutamente impasible a un tiempo. Mamá había bajado corriendo y me había abrazado en la escalera como si acabara de volver de una expedición al Polo Sur. Yo también me había alegrado de verla, pero aún estaba un poco enfadada con ella. Me había sentido muy extra?a al constatar que mi propia madre me había mentido y no me quería revelar los motivos que había tenido para hacerlo. Excepto un par de frases crípticas —?No te fíes de nadie?, ?peligroso?, ?secreto? y bla, bla, bla— no me había dicho nada que explicase su comportamiento. Por eso y porque me estaba cayendo de cansancio, devoré el pedazo de pollo frío casi sin hablar y luego me fui a la cama sin contarle a mamá lo ocurrido. De todos modos, ?qué iba a conseguir haciéndolo? Ya se preocupaba demasiado. Me pareció que tenía aspecto de estar casi tan agotada como yo.

Caroline volvió a tirarme del brazo.

—?Eh, no te duermas otra vez!

—Vale, vale.

Balanceé los pies al borde de la cama, y entonces me di cuenta de que, a pesar de la larga conversación telefónica que había mantenido con Leslie antes de dormirme, me sentía totalmente descansada. Pero ?dónde se había metido Xemerius? La gárgola había desaparecido cuando fui al ba?o por la noche, y desde entonces no había vuelto a aparecer.

Bajo la ducha me desperté del todo. Me lavé el pelo con el champú caro y el acondicionador de mamá, desafiando el peligro de que el maravilloso olor a rosas y pomelo me traicionara, y mientras me frotaba la cabeza para secármelo, me sorprendí preguntándome si a Gideon le gustarían las rosas y el pomelo e inmediatamente llamarme a mi misma al orden con severidad.

?Apenas había dormido una o dos horas y ya estaba pensando en ese idiota! Pero, por favor... ?qué había pasado que fuera tan importante?

Vale, si, nos habíamos besuqueado un poco en el confesionario, pero un instante después el había retomado el papel del cretino sabelotodo, y mi dolorosa vuelta a la realidad no era algo que apeteciera recordar, estuviera descansada o no. Lo que, por otra parte, ya le había dicho a Leslie, que anoche no dejaba de hablar del tema.

Me sequé el pelo con el secador, me vestí y bajé trotando las largas escaleras en dirección al comedor. Caroline, Nick, mi madre y yo vivíamos en el tercer piso de la casa. Allí, a diferencia del resto del edificio, que pertenecía a nuestra familia desde el inicio (?como mínimo!), el ambiente era, al menos hasta cierto punto, acogedor.

El resto de la casa, en cambio, estaba atiborrado de antigüedades y retratos de antepasados, en su mayoría de aspecto más bien tétrico. Y teníamos una sala de baile en la que Nick había aprendido a montar en bici con mi ayuda (en secreto, claro, porque, como todo el mundo sabe, actualmente el tráfico en la gran ciudad es terriblemente peligroso).

Como tantas otras veces, lamenté que no pudiéramos comer arriba, pero mi abuela, lady Arista, insistía en que nos reuniéramos todos en el sombrío comedor, con sus artesonados de color chocolate con leche (la verdad es que esa era la única comparación agradable que se me había ocurrido, porque el resto resultaba... hum... un poco asqueroso).

Al menos —me di cuenta en cuanto entré en la habitación— hoy el ambiente era claramente mejor que el de ayer.

Lady Arista, que siempre tenía una actitud como de profesora de ballet, de esas que te pegan en los dedos al mínimo fallo, dijo amablemente: ?Buenos días, querida?, y Charlotte y su madre me sonrieron, como si supieran algo de lo que yo no tenía ni idea.

Como la tía Glenda no me sonreía nunca (de hecho, si se exceptuaba esa avinagrada elevación de la comisura de los labios, podía decirse que no sonreía prácticamente a nadie) y ayer mismo Charlotte había hecho un par de comentarios de lo más desagradables sobre mi persona, desconfié enseguida.

—?Ha pasado algo? —pregunte.

Mi hermano Nick, que tiene doce a?os, me dirigió una sonrisa cómplice cuando ocupé mi puesto junto a Caroline, y mamá me pasó un enorme plato con tostadas y huevos revueltos. Casi me desmayé de hambre cuando el olor me llego a la nariz.

—Madre de Dios —dijo la tía Glenda—, supongo que pretendes que tu hija cubra hoy mismo todas sus necesidades de grasa y colesterol de este mes, ?no, Grace?

—Si, exacto —respondió mamá con indiferencia.

—Después te odiará por no haber prestado suficiente atención a su figura — dijo la tía Glenda, y volvió a sonreír.

—Gwendolyn tiene una figura impecable —dijo mamá.

—Quizá de momento —repuso la tía Glenda y siguió sonriendo.

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