Las pruebas (The Maze Runner #2)

Teresa había avanzado hasta el lateral del agujero rectangular abierto e iluminaba el interior con su linterna. La movió arriba y abajo, a izquierda y derecha. Cruzó una fina nube de niebla al hacerlo, pero la escasa bruma era lo bastante clara para revelar el interior.

Era una habitación peque?a, de tan sólo dos metros de largo. Las paredes parecían estar hechas de algún tipo de metal plateado; sus superficies se veían interrumpidas por minúsculas protuberancias de unos dos centímetros de alto, que terminaban en un negro agujero. Los peque?os nudos o picos estaban separados entre sí unos doce centímetros, formando una rejilla cuadrada por las paredes.

Teresa se volvió hacia Aris mientras apagaba la linterna.

—Parece que está bien —comentó.

Aris giró la cabeza para mirar a Thomas, que había estado tan concentrado en la extra?a habitación que había perdido cualquier oportunidad de hacer algo.

—Es exactamente como dijeron que sería.

—Bueno… supongo que esto es todo —dijo Teresa.

Aris asintió, luego se cambió el cuchillo de mano y lo agarró con más fuerza.

—Ya está. Thomas, sé buen chico y entra. Quién sabe, a lo mejor es una gran prueba y en cuanto entres, te dejan marchar y todos podemos volver a reunimos.

—Cállate, Aris —soltó Teresa. Era la primera vez en bastante tiempo que Thomas no tenía ganas de darle un pu?etazo al oírla. Entonces se volvió hacia él, sin mirarle a los ojos—. Acabemos ya con esto.

Aris movió su cuchillo para indicarle a Thomas que empezase a caminar.

—Vamos. No me hagas arrastrarte.

Thomas le miró y se esforzó por mantener el rostro impasible mientras su cabeza daba vueltas en muchas direcciones. Una oleada de pánico hirvió en su interior. Era ahora o nunca. Luchar o morir.

Volvió la mirada hacia la puerta abierta y comenzó a andar. A los tres pasos ya estaba a mitad de camino. Teresa se había erguido, con los brazos tensos por si causaba problemas. Aris mantenía su arma apuntando al cuello de Thomas.

Otro paso. Otro. Aris estaba justo a su izquierda, a tan sólo medio metro de distancia. Teresa se hallaba detrás de él, fuera de su vista; y, justo delante de él, la puerta abierta y la extra?a habitación plateada con paredes cubiertas de agujeros.

Se detuvo y miró a Aris de reojo.

—?Qué aspecto tenía Rachel mientras sangraba hasta morir?

Se había arriesgado a lanzárselo por si surtía efecto.

Asombrado y dolido, Aris se quedó helado y le dio a Thomas la fracción de segundo que necesitaba. Saltó hacia el chico y arqueó su brazo izquierdo para quitarle el cuchillo de la mano con un golpe. El arma repiqueteó en las rocas. Thomas le dio un pu?etazo a Aris en el estómago, que le hizo caer al suelo mientras, desesperado, intentaba recuperar el aliento.

El sonido del metal contra la roca impidió que Thomas pateara al chico que tenía a sus pies. Alzó la vista y vio que Teresa había cogido su lanza. Se miraron a los ojos un instante y luego la joven se abalanzó sobre él. Thomas levantó las manos para protegerse, pero era demasiado tarde: la parte trasera del arma giró en el aire y le dio en el lateral de la cabeza. Las estrellas flotaron en sus ojos mientras caía, luchando por mantenerse consciente. En cuanto tocó el suelo, se colocó a gatas para alejarse.

Pero oyó el grito de Teresa y, un segundo después, la madera chocó contra su cabeza. Thomas volvió a derrumbarse de nuevo con un golpazo; algo rezumaba por su pelo y le caía por ambas sienes. El dolor le destrozó la cabeza; era como si le hubieran clavado un hacha en el cerebro. Se extendió al resto de su cuerpo y le entraron náuseas. Consiguió de algún modo despegarse del suelo y se dejó caer sobre la espalda para ver a Teresa levantando su arma hacia él de nuevo.

—Entra en la habitación, Thomas —ordenó la chica entre jadeos—. Entra en la habitación o te golpearé otra vez. Te juro que seguiré haciéndolo hasta que pierdas el conocimiento o te desangres.

Aris se había recuperado y había vuelto a ponerse de pie; estaba justo al lado de ella.

Thomas echó las piernas hacia atrás y dio una patada que acertó en las rodillas de ambos. Gritaron, se doblaron y cayeron el uno encima del otro. El esfuerzo físico le envió un horrible torrente de dolor que le atravesó el cuerpo entero. Unos destellos blancos le cegaron; el mundo daba vueltas. Gimió mientras se esforzaba por moverse, colocarse bocabajo e impulsarse con las manos para ponerse de pie. Apenas se había levantado unos centímetros cuando Aris aterrizó sobre su espalda para aplastarle contra el suelo. De inmediato, el brazo del chico rodeó el cuello de Thomas y apretó.

—Vas a entrar en esa habitación —le soltó al oído—. ?Ayúdame, Teresa!