El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)



Una media hora más tarde, después de comer y hacer el equipaje, estaban delante de la puerta metálica con remaches de la Sala de Mapas. Thomas se moría por entrar. El amanecer había estallado en todo su esplendor y los clarianos daban vueltas, preparándose para un nuevo día. Un olor a beicon frito flotaba por el aire. Fritanga y su equipo intentaban seguir el ritmo de los montones de estómagos hambrientos. Minho abrió la puerta, giró la rueda que tenía por picaporte hasta que se oyó un clic en el interior y, entonces, tiró. Con un chirrido por el brusco movimiento, el pesado trozo de metal se abrió.

—Tú primero —dijo Minho con una reverencia burlona.

Thomas entró sin decir nada. Un frío miedo, mezclado con una intensa curiosidad, se apoderó de él, y tuvo que recordarse que debía respirar.

La oscura habitación tenía un olor a moho y humedad, además de un aroma a cobre tan fuerte que podía saborearlo. Un distante recuerdo borroso de chupar los centavos cuando era peque?o apareció en su mente.

Minho le dio a un interruptor y varias hileras de fluorescentes parpadearon hasta que se encendieron del todo y revelaron la habitación al detalle.

A Thomas le sorprendió su simplicidad. La Sala de Mapas medía unos seis metros de ancho y tenía las paredes de cemento sin ningún tipo de decoración. Había una mesa de madera colocada en el centro, con ocho sillas dispuestas alrededor. En la superficie había unos montones de papel bien apilados y unos lápices, uno delante de cada silla. Los otros objetos de la habitación eran ocho baúles, justo como el que contenía los cuchillos en el sótano de las armas. Estaban cerrados y colocados de dos en dos junto a la pared.

—Bienvenido a la Sala de Mapas —dijo Minho—. Un lugar tan tranquilo como cualquier otro que pudieras visitar.

Thomas se sintió un poco decepcionado; esperaba algo más profundo. Respiró hondo.

—Lo malo es que huela como una mina de cobre abandonada.

—Pues a mí me gusta este olor —Minho sacó dos sillas y se sentó en una de ellas—. Siéntate, quiero meterte un par de imágenes en la cabeza antes de salir ahí fuera.

Mientras Thomas se sentaba, Minho cogió una hoja de papel y un lápiz, y empezó a dibujar. Thomas se inclinó para echar un vistazo y vio que Minho había dibujado un gran cuadrado que ocupaba casi todo el folio. Luego lo llenó de cuadraditos hasta que tuvo el mismo aspecto que un tres en raya cerrado, con tres filas de tres recuadros, todos del mismo tama?o. Escribió la palabra CLARO en medio y, luego, numeró los recuadros exteriores del uno al ocho, empezando por la parte superior de la esquina izquierda, siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Por último, arrancó unos trocitos de papel aquí y allá.

—Estas son las puertas —dijo Minho—. Conoces las que están en el Claro, pero hay cuatro más en el Laberinto que dan a las Secciones 1, 3, 5 y 7. Se quedan en el mismo sitio, pero la ruta cambia al moverse las paredes cada noche —terminó y deslizó el papel por la mesa hasta dejarlo enfrente de Thomas.

Thomas lo cogió, totalmente fascinado porque el Laberinto estuviera tan estructurado, y lo estudió mientras Minho seguía hablando:

—Así que tenemos el Claro, rodeado de ocho secciones; cada una es un cuadrado independiente que no se ha podido resolver en dos a?os desde que empezó este puto juego. Lo único más parecido a una salida es el Precipicio, y esa no es muy buena, a menos que quieras caer hasta una muerte horrible —Minho dio unos golpecitos sobre el mapa—. Las paredes se mueven por todo el fuco sitio cada noche, a la misma hora en que se cierran las puertas. Al menos, creemos que es cuando ocurre, porque nunca oímos que se muevan las paredes en otro momento.

Thomas alzó la vista, contento de poder ofrecer algo de información:

—No vi que nada se moviera la noche en que nos quedamos allí atrapados.

—Los pasadizos principales que hay junto a las puertas no cambian nunca. Son sólo los que están más adentro.

—Ah.

Thomas volvió al mapa rudimentario para intentar visualizar el Laberinto y ver los muros de piedra donde Minho había trazado unas líneas a lápiz.

—Siempre tenemos al menos ocho corredores, incluido el guardián. Uno para cada sección. Tardamos un día entero en hacer un mapa de nuestra zona, esperando contra todo pronóstico que haya una salida; luego regresamos y lo dibujamos en una hoja aparte cada día —Minho miró hacia uno de los baúles—. Esa es la razón por la que esas cosas están llenas de fucos mapas.

Thomas tuvo un pensamiento deprimente y aterrador:

—?Estoy… sustituyendo a alguien? ?Ha muerto algún corredor?

Minho negó con la cabeza.

—No, sólo te estamos entrenando. Seguro que alguien quiere un respiro. No te preocupes, hace mucho tiempo que no muere un corredor.