Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Los avistaron e identificaron poco después. La nave insignia británica disparó una elegante salva de nueve ca?onazos, tal vez más de los que, en estricta justicia, le correspondían a Temerario, pues no era el jefe oficial de formación. Mas se debiera a un malentendido o a simple generosidad, a Laurence le complació aquel detalle, y ordenó a los fusileros que dispararan una salva de respuesta mientras planeaban sobre los barcos.

 

La flota ofrecía una vista impresionante. Las goletas surcaban las olas arremolinándose alrededor de la nave insignia para recoger el correo, mientras que los grandes barcos de guerra orzaban hacia el viento norte para mantener sus posiciones. Sus velas blancas se perfilaban brillantes sobre el agua y en cada palo mayor ondeaba una gallarda exhibición de colores. Laurence no resistió la tentación de asomarse sobre el hombro de Temerario, y se inclinó tanto que tensó las correas del mosquetón.

 

—Una se?al del buque insignia, se?or —dijo Turner, mientras se acercaban para que los otros pudieran leer las banderas—. Quieren que el capitán suba a bordo cuando nos posemos.

 

Laurence asintió. Esperaba aquello.

 

—Devuelva acuse de recibo, se?or Turner. Se?or Granby, creo que vamos a dar una pasada hacia el sur sobre el resto de la flota mientras hacen los preparativos.

 

La tripulación del Hibernia y del vecino Agincourt había empezado a botar las plataformas flotantes que luego atarían entre sí para formar una superficie de aterrizaje para los dragones. Una peque?a goleta se movía entre ellas, recogiendo las sogas de remolque. Laurence sabía por experiencia que aquella operación requería cierto tiempo y que no se iba a acelerar por el hecho de que los dragones sobrevolaran directamente la zona.

 

Una vez completada la pasada, volvieron para comprobar que las plataformas ya estaban listas.

 

—Que suban los hombres de abajo, se?or Granby —ordenó Laurence.

 

Los tripulantes del pescante inferior se apresuraron a trepar al lomo de Temerario. Los pocos marineros que aún quedaban sobre la plataforma la despejaron cuando el dragón descendió, seguido de cerca por Nitidus y Dulcia. El armazón de madera se balanceó y su línea de flotación bajó al recibir el enorme peso de Temerario, pero las cuerdas aguantaron. Nitidus y Dulcia se posaron en las esquinas opuestas una vez que Temerario terminó de acomodarse, y Laurence desmontó de su lomo.

 

—Mensajeros, lleven el correo —ordenó, y él mismo tomó el sobre sellado que contenía los despachos enviados por el almirante Lenton al almirante Gardner.

 

Laurence trepó con facilidad hasta la cubierta de la goleta que le aguardaba, mientras los mensajeros Roland, Dyer y Morgan se apresuraban a entregar las sacas con el correo a los marineros que estiraban las manos sobre la borda. Laurence se dirigió a popa. Temerario se había repantigado sobre la plataforma para no desequilibrarla. Su cabeza descansaba sobre el borde de la tablazón, muy cerca de la goleta, para gran inquietud de los marineros.

 

—Volveré enseguida —le dijo Laurence—. Si necesitas algo, haz el favor de decírselo al teniente Granby.

 

—De acuerdo, aunque no creo que me haga falta nada. Estoy perfectamente —respondió Temerario ante las miradas perplejas de los tripulantes de la goleta, que aún se asombraron más cuando a?adió—: Pero después me gustaría ir de pesca. He visto unos atunes enormes mientras veníamos.

 

La goleta era un barco elegante, de líneas afiladas. Le llevó hasta el Hibernia a un ritmo que, en otros tiempos, habría considerado el summum de la velocidad. Ahora, asomado sobre el bauprés y corriendo en las alas del viento, Laurence apenas notaba la brisa que soplaba en su rostro.

 

Habían tendido una guindola junto al costado del Hibernia, pero Laurence la desde?ó. Aún no había perdido su equilibrio de marino, y en cualquier caso escalar por la borda no representaba ninguna dificultad para él. El capitán Bedford estaba esperando para saludarle. Cuando Laurence saltó a bordo se quedó sorprendido, pues ambos habían servido juntos en el Goliath, en el Nilo.

 

—?Dios santo, Laurence! No tenía ni idea de que estabas aquí, en el canal —le dijo, olvidándose de formalidades y recibiéndole con un efusivo apretón de manos—. ?Así que ésa es tu bestia? —preguntó, mirando a Temerario, cuya mole no era mucho menor que la de un barco de setenta y cuatro ca?ones como el Agincourt, que asomaba por detrás del hombro de Bedford—. Tenía entendido que salió del huevo hace sólo seis meses.

 

Laurence no pudo evitar pavonearse. Esperaba que no se le notara mucho cuando respondió:

 

—Sí, ése es Temerario. Aún no tiene ocho meses, pero ya casi ha alcanzado su tama?o de adulto.

 

Se reprimió a duras penas para no alardear más. Estaba convencido de que no había nada más irritante que esos tipos que no dejaban de presumir de la belleza de sus amantes o la inteligencia de sus ni?os. En cualquier caso, Temerario no necesitaba alabanzas: a ningún observador le resultaba indiferente su figura elegante y distinguida.

 

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