Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Juraría que nuestra forma de vida le resulta incómoda, pero se puede casar si lo desea. Nadie tomará represalias contra usted por ese motivo en la Fuerza Aérea. El único problema es lo duro que resulta para la esposa ocupar siempre un papel secundario a favor de un dragón. En lo que a mí se refiere, nunca he echado nada de menos; no habría querido tener hijos de no ser por el bien de Excidium, aunque Emily es un encanto y me siento feliz por haberla tenido. Aunque claro, fue un triste inconveniente, por todo lo que lo rodeaba.

 

—?Emily le sucederá como capitana de Excidium? —preguntó Laurence—. Me gustaría preguntarle si los dragones, al menos los muy longevos, se heredan de este modo.

 

—Cuando podemos arreglarlo, sí. Mire, reaccionan muy mal ante la pérdida del cuidador y se muestran más proclives a aceptar a uno nuevo si es alguien con quien han mantenido cierta relación o con quien sientan que comparten su pérdida —contestó ella—. De ese modo, nos criamos igual que ellos. Espero que algún día le pidan que tenga usted un par de hijos para la Fuerza Aérea.

 

—?Santo cielo! —exclamó él, sorprendido por la ocurrencia.

 

Desde el mismo momento del rechazo de Edith, había descartado tener hijos igual que había hecho con sus planes de boda, y seguía con la misma intención ahora que era consciente de las objeciones de Temerario al respecto. No podía imaginarse cómo resolver el dilema.

 

—Supongo que ha resultado algo chocante para usted, pobre hombre. Lo siento. Me ofrecería yo misma, pero debe esperar al menos hasta que el dragón tenga diez a?os, y de todos modos, ahora no estoy disponible.

 

Laurence necesitó un momento para comprender lo que ella quería decir y entonces aferró la copa de vino con mano temblorosa e intentó por todos los medios ocultar su rostro detrás de ella. Sintió cómo el arrebol le subía por las mejillas a pesar de que puso todo su empe?o en evitarlo.

 

—Muy amable —dijo, hablando desde dentro de la copa, abochornado, entre la mortificación y la carcajada.

 

Nunca se hubiera imaginado que recibiría tal oferta, aunque sólo se la hubieran hecho a medias.

 

—Catherine podrá servirle entonces, supongo —continuó Roland, empleando aún aquel apabullante tono práctico—. Ella lo hará muy bien, estoy segura; podrían tener uno para Lily y otro para Temerario.

 

—?Gracias! —contestó él, con firmeza, pero intentando cambiar el tema por todos los medios—. ?Puedo ofrecerle algo para beber?

 

—Oh, sí, un oporto me iría muy bien, gracias —respondió ella.

 

En este momento él estaba ya más allá del aturdimiento, y cuando volvió con los dos vasos, la capitana le ofreció un cigarro ya encendido; Laurence lo compartió encantado con ella.

 

Ambos estuvieron charlando varias horas más, hasta quedarse los últimos en el club y que los criados dejaran ver intencionadamente sus bostezos. Subieron juntos las escaleras.

 

—Tampoco es tan tarde —comentó ella, mirando al precioso gran reloj que había al final del rellano superior—. ?Estás muy cansado? Podríamos echar una o dos manos de naipes en mis habitaciones.

 

A estas alturas Laurence se sentía tan cómodo con ella que no pensó que la sugerencia encubriera nada. Cuando al fin la dejó, mucho más tarde, para volver a sus propias habitaciones, un criado que bajaba por el vestíbulo se le quedó mirando; sólo entonces consideró lo inapropiado de su comportamiento y sintió ciertos escrúpulos. Pero el da?o, si había cometido alguno, ya estaba hecho; se lo sacó de la cabeza y se fue a la cama de una vez.

 

 

 

 

 

Capítulo 10

 

 

Laurence tenía ya experiencia suficiente para no sorprenderse cuando, a la ma?ana siguiente, descubrió que lo ocurrido la última noche no había suscitado ningún comentario. En vez de eso, la capitana Roland le saludó efusivamente en el desayuno y les presentó a sus tenientes como si no hubiera pasado nada entre ellos. Después, salieron juntos para ver a sus respectivos dragones.

 

Tras contemplar cómo Temerario daba cuenta a su vez de un contundente desayuno, Laurence se tomó un rato para reprender en privado a Collins y Dunne por su indiscreción. No pretendía comportarse como un capitán puritano ni predicar templanza y castidad a todas horas, pero no le parecía mojigatería desear que los oficiales más veteranos dieran buen ejemplo a los jóvenes.

 

—Si su idea es seguir frecuentando esas compa?ías, les diré esto: no voy a consentir que se conviertan en unos puta?eros e inculquen a los alféreces y cadetes la idea de que es así como deben comportarse —los amonestó mientras los dos guardiadragones se movían inquietos en el sitio.

 

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