Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Choiseul hizo una reverencia. Si estaba en desacuerdo, no dio muestra de ello.

 

—Me complace servirle en lo que pueda, se?or. Tan sólo tiene que indicarme la forma.

 

Lenton asintió.

 

—Por ahora, quédese con Harcourt todo el tiempo posible. Estoy seguro de que usted sabe bien lo que es tener una bestia herida —dijo.

 

Choiseul volvió con Harcourt y Lily, que se había quedado dormida. Lenton, frunciendo el ce?o por algún pensamiento privado, se alejó con Laurence.

 

—Laurence —dijo—, quiero que practique maniobras de formación con Nitidus y Dulcia mientras patrulla. Sé que no ha recibido entrenamiento en formaciones reducidas, pero Warren y Chenery le pueden ayudar. Si es necesario, quiero que Temerario sepa dirigir a un par de combatientes ligeros para luchar por separado del grupo.

 

—Muy bien, se?or —dijo Laurence, un tanto perplejo.

 

Estaba ávido por pedir una explicación, y le resultaba difícil reprimir la curiosidad.

 

Llegaron al claro de Excidium, que se estaba adormilando. La capitana Roland conversaba con la dotación de tierra mientras inspeccionaba una pieza del arnés. Los saludó inclinando la cabeza y se unió a ellos en su paseo de regreso al cuartel.

 

—Roland, ?puede arreglárselas sin Auctoritas ni Crescendium? —le espetó Lenton.

 

Ella enarcó una ceja.

 

—Si tengo que hacerlo, claro que sí —repuso—. ?De qué se trata?

 

A Lenton no pareció molestarle aquella pregunta tan directa.

 

—Tenemos que pensar en enviar a Excidium a Cádiz en cuanto Lily empiece a volar bien —contestó—. No estoy dispuesto a dejar que el reino se pierda por no tener un dragón en el sitio apropiado. Aquí, con la ayuda de la flota del canal y las baterías costeras, podemos resistir las incursiones aéreas durante mucho tiempo. En cambio, no debemos permitir que la flota enemiga escape.

 

Si Lenton se decidía a alejar a Excidium y a su formación, su ausencia dejaría el canal vulnerable a los ataques aéreos. Pero si las flotas francesa y espa?ola escapaban de Cádiz, acudían al norte y se unían a las naves amarradas en Brest y Calais, la ventaja, aunque tan sólo durara un día, sería lo bastante avasalladora para que Napoleón se decidiese a embarcar su ejército de invasión.

 

Laurence no envidiaba la responsabilidad de Lenton. No sabía si las divisiones aéreas de Bonaparte estaban a medio camino de Cádiz por tierra o seguían aún en la frontera austríaca, por lo que su decisión sólo podía basarse en conjeturas. Aun así, tenía que tomarla, aunque fuese eligiendo no hacer nada, y era obvio que Lenton estaba dispuesto a arriesgarse.

 

Ahora era evidente el sentido de las órdenes que Temerario había recibido. El almirante quería tener a mano una segunda formación, aunque fuese peque?a, y hubiese recibido un entrenamiento incompleto. Laurence creía recordar que Auctoritas y Crescendium, del grupo de apoyo de Excidium, eran dragones de combate de peso medio. Quizá Lenton pretendía combinarlos con Temerario para convertirlos a los tres en una fuerza de choque con capacidad de maniobra.

 

—Tratar de superar en astucia a Bonaparte. La idea hace que se me hiele la sangre en las venas —dijo la capitana Roland, haciendo eco de los sentimientos de Laurence—. Pero estaremos listos para partir en cuanto usted lo ordene. Y mientras nos quede tiempo, haré maniobras de vuelo sin Auctor ni Cressy.

 

—Bien, póngase a ello —dijo Lenton, mientras subían las escaleras que llevaban al vestíbulo—. Ahora he de dejarles. Por desgracia, aún tengo que leer diez despachos más. Buenas noches, se?ores.

 

—Buenas noches, Lenton —dijo Roland, que se estiró y bostezó una vez se hubo ido el almirante—. Bueno, volar en formación puede ser mortalmente aburrido si no se introducen cambios de vez en cuando, del tipo que sean. ?Qué le parece si cenamos algo?

 

Tomaron sopa y pan tostado, y también queso azul de Stilton con oporto, y después volvieron a la habitación de Roland para jugar al piquet. Tras unas cuantas manos y un rato de conversación superficial, ella, con la primera nota de timidez que Laurence había escuchado en su voz, le preguntó:

 

—Laurence, ?me permite un atrevimiento?

 

él se quedó mirándola de hito en hito, pues Roland nunca dudaba a la hora de tomar la iniciativa en cualquier materia.

 

—Desde luego —respondió, tratando de imaginar qué iba a pedirle Roland.

 

De pronto fue consciente de lo que les rodeaba: la cama grande y arrugada, a menos de diez pasos; el cuello abierto del camisón que ella se había puesto cuando entraron en la alcoba, después de quitarse la chaqueta y los calzones detrás de un biombo. Laurence bajó la vista hacia sus cartas. El rostro le ardía y las manos le temblaban un poco.

 

—Si tiene alguna reticencia, le ruego que me lo diga cuanto antes —a?adió.

 

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