—No —se apresuró a responder Laurence—. Me encantará complacerla. Estoy seguro —a?adió con retraso al darse cuenta de que ella aún no le había preguntado nada.
—Es muy amable —dijo ella. Su cara se iluminó con una sonrisa amplia, aunque algo torcida, pues la comisura derecha de su boca se levantaba más que la parte quemada que tenía a la izquierda. Después prosiguió—: Le agradecería que me dijera con total sinceridad qué opina del trabajo de Emily, y de su interés por esta forma de vida.
Laurence se concentró para no ruborizarse, pues se había imaginado lo que no era, mientras ella a?adía:
—Ya sé que es una ruindad pedirle que me hable mal de ella, pero he comprobado más de una vez lo que sucede cuando se confía demasiado en la herencia familiar sin un entrenamiento adecuado. Si tiene algún motivo para dudar de que esté capacitada, le ruego que me lo diga ahora que aún queda tiempo para poner una solución.
Ahora su desazón era evidente. Al pensar en Rankin y el trato tan indigno que le daba a Levitas, Laurence se puso en el lugar de Roland. La empatia le ayudó a sobreponerse de la situación tan embarazosa en que él mismo se había metido.
—Le puedo jurar que hablaría con franqueza si apreciara se?ales de algo así. De hecho, jamás la habría elegido como mensajera si no me sintiera seguro de que es una muchacha de fiar y está consagrada a su deber. Sin duda, es joven, pero también prometedora.
Roland resopló, se retrepó en la silla y dejó caer las cartas, sin molestarse en fingir que les estaba prestando atención.
—Dios, cuánto me alivia oírle decir eso —dijo—. Yo también esperaba lo mismo, pero he descubierto que en este asunto no puedo confiar en mí misma —se rió, desahogada, y se levantó a buscar otra botella de vino en el escritorio.
Laurence le tendió el vaso para que se lo llenara.
—Por el éxito de Emily —brindó, y ambos bebieron.
Después, ella se acercó, le quitó el vaso de la mano y le besó. Ciertamente, Laurence se había equivocado de medio a medio: en este asunto, Roland no mostró la menor vacilación.
Capítulo 11
Laurence no pudo evitar una mueca al ver el descuido con el que Jane sacaba sus cosas del guardarropa y las arrojaba sobre la cama en un confuso montón.
—?Puedo ayudarte? —le preguntó por fin, desesperado, al tiempo que se apoderaba de su equipaje—. No, te lo ruego, permíteme este atrevimiento. Mientras yo hago esto puedes estudiar el itinerario de vuelo —a?adió.
—Gracias, Laurence, eres muy amable. —Ella lo dejó y se sentó con sus mapas—. Será un vuelo sencillo, espero —a?adió mientras se dedicaba a garabatear cálculos y mover las piezas de madera con las que representaba las naves de transporte dispersas que proporcionarían a Excidium y a su formación lugares de descanso en su viaje a Cádiz—. Si el tiempo sigue igual, deberíamos llegar allí en menos de dos semanas.
La situación era apremiante, por lo que los dragones no iban a viajar a bordo de un solo transporte. El plan era volar de un transporte a otro, usando las corrientes y el viento para intentar vaticinar sus posiciones.
Laurence asintió con cierta gravedad. Sólo faltaba un día para octubre, y en aquella época del a?o lo más probable era que el tiempo cambiara. En tal caso, la capitana tendría que enfrentarse con una alternativa muy peligrosa: encontrar un transporte que bien podía haberse desviado de su curso, o buscar refugio tierra adentro, delante mismo de la artillería espa?ola. Eso, por supuesto, dando por sentado que una tormenta no rompiera la formación. A veces un ventarrón o un relámpago podían derribar a un dragón; si caía sobre un mar picado, era probable que se ahogara con toda la tripulación.
Pero no había alternativa. Lily se había recuperado con gran rapidez en las últimas semanas. De hecho, la víspera había guiado a la formación durante una patrulla completa y había aterrizado sin dolores ni rigidez. Lenton la había examinado, había intercambiado unas cuantas palabras con ella y con la capitana Harcourt, y después había acudido directamente a entregar a Jane las órdenes para ir a Cádiz. Laurence ya se lo esperaba, desde luego; pero no podía evitar sentirse preocupado tanto por los dragones que iban a partir como por los que iban a permanecer en la base.
—Ya está, esto servirá —dijo ella, y tras terminar con la carta de navegación soltó la pluma.
Laurence levantó la vista del equipaje, sorprendido. Se hallaba tan absorto en sus pensamientos que había estado empacando de forma mecánica, sin reparar en lo que hacía. Ahora se dio cuenta de que llevaba callado cerca de veinte minutos y de que tenía en las manos un corsé de Jane. Se apresuró a meterlo en la peque?a maleta, encima de las demás cosas que había guardado meticulosamente, y cerró la tapa.
La luz del sol empezaba a entrar por la ventana. El tiempo se les acababa.